Un hilo fino y
resistente como un sedal de pesca enlaza la mediocridad política con la
corrupción. No es que no puedan existir la una sin la otra, sino que en los
casos en los que aparecen juntas, las dos se potencian y se refuerzan
mutuamente. Es el caso de España, incluida en ella, obviamente, Cataluña. Puedo
argumentarlo por mis propios medios, pero el lector lo encontrará de un modo infinitamente
mejor expuesto en el artículo “Muchos ojos y pocas manos” que mi admirada
Milagros Pérez Oliva ha publicado en El País (1).
Subrayo algunos
pasos de su razonamiento. A partir del predicamento institucional que la
legislación dio a los partidos políticos en el alborear de nuestra democracia,
se ha producido un secuestro (no cabe llamarlo de otro modo) de las
instituciones por parte de los vértices de los partidos, y un reparto entre
ellos de las posiciones de ventaja. Lo cual ha tenido una doble consecuencia:
1) La escalada en
el interior de los partidos hacia las posiciones de poder ha favorecido a los
candidatos más adecuados en términos de afinidad y lealtad, y ha descartado los
perfiles en los que predominaban la iniciativa y la capacidad de liderazgo. La
consecuencia ha sido la mediocridad de unas élites políticas de extracción “chusquera”,
espero que se me entienda el término.
2) La supervivencia
de los mediocres en el candelero de la política tiene un costo elevado en una
sociedad muy competitiva. Las élites sobrevenidas han pagado ese costo a través
de la creación de redes de clientelismo y de colusión de intereses con el poder
económico.
3) Un sistema tan
torcido y de un funcionamiento tan sesgado no puede mantenerse de forma
indefinida. Cada pequeño foco de corrupción ha procurado medrar como si fuera
el único, lo cual era plausible; pero al retirarse la manta con la que todos se
tapaban, lo que queda al descubierto no es agradable de ver. La reacción de la
ciudadanía, castigada en su vida diaria y en sus expectativas de futuro por
tantos enjuagues urdidos a su costa, ha sido de una indignación inmensa y
justiciera.
En ese sentido, no
cabe duda de que nos encontramos en un fin de ciclo. Pero los finales de ciclo
pueden prolongarse, por otros medios. Hoy se percibe en las alturas un doble
movimiento defensivo. En primer lugar se dispara con bala rasa contra lo nuevo:
de un lado, ellos nos llevan al abismo con su radicalismo insoportable; y de
otro, son en el fondo tan corruptos como nosotros mismos. La incoherencia de
esa doble acusación no importa. Todo se deja a beneficio de inventario.
En segundo lugar, y
de una forma mucho más discreta, se empieza a allanar el terreno a posibles y
previsibles grandes coaliciones que agrupen detrás de una misma trinchera a todas
las fuerzas heterogéneas y hasta ahora rivales que se oponen a lo nuevo.
Es un recurso
válido únicamente a corto plazo, pero la política de los mediocres nunca ha
intentado ver nada más allá del corto plazo, de modo que encaja en sus
costumbres y en sus intenciones como anillo al dedo.