Ayer el filósofo Víctor Gómez Pin y el sindicalista José Luis López Bulla nos convocaron, a unos cuantos privilegiados
que les oíamos en el Speaker’s Corner del Museu d’Història (echaremos de menos
ese rincón de libre debate), a la «resistencia obligada» contra el programa de deshumanización
que están desarrollando los poderosos de la tierra en una doble dirección:
primero, desnaturalizan el trabajo hasta convertirlo en un bien escaso y
precario dirigido únicamente a cubrir las necesidades de subsistencia de los trabajadores; segundo,
mutilan la educación para convertirla en un adiestramiento parcial con fines limitados
de orden práctico. Es decir, la educación de los «animales de razón» (las
personas) se concibe como un medio de adaptación al ciclo productivo, desdeñando
lo que en tiempos se llamó “humanidades” y cualquier otra materia
susceptible de distraer al futuro productor de su obligación esclava.
Quizá viene bien recordar
al respecto el énfasis puesto por Bruno Trentin en
la formación integral del trabajador, sin condicionamientos ni límites. Si lo
que desea el obrero es estudiar el violonchelo, dice Trentin, debe dársele tiempo
para tomar clases de violonchelo. Porque lo específicamente humano es la
curiosidad, el deseo de aprender y la libertad para llevar a cabo un proyecto
personal; y lo que desean los poderosos, por el contrario, son animales más o
menos desprovistos de razón y adiestrados para llevar a cabo con eficiencia una
tarea concreta y limitada.
Dejo a la web del
sindicato el cuidado de informar de lo que fue la charla. Me detengo solo en
uno de tantos chispazos cegadores como provocó el maestro, el amigo Víctor, en
su discurso. Habló del lenguaje y de la evolución del lenguaje, desde lo
puramente funcional hasta lo que es enteramente otra cosa. Desde el punto de
vista funcional, es difícil de superar el muy complejo y elaborado sistema de
comunicación de las abejas. Las abejas bailan. Pero ese baile tiene un techo: nunca
rebasa las finalidades prácticas para la vida y la supervivencia del enjambre.
Los animales humanos han desarrollado varios cientos o miles de lenguajes,
todos ellos también complejos y funcionales. Y los han llevado más allá. He
aquí el ejemplo que nos puso para demostrarlo: «La piedra es una espalda para
llevar al tiempo.»
No hay funcionalidad
capaz de dar sentido a esa frase, que pertenece al Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, de Federico
García Lorca. Descoloca por completo al lector, lo sitúa en una encrucijada
que le obliga a intentar racionalizar sentimientos (realidades) irracionales.
Es una cumbre, en un sentido: un Everest que pocos alpinistas pueden
conquistar.
Demos un par de
pasos atrás. Otros grandes poetas han expresado su dolor, su planto por la muerte de un amigo
querido, el rechazo visceral de algo que es, sin embargo, una realidad inscrita
en nuestra naturaleza. Morir es, como vivir, algo plena y profundamente humano.
Así se expresa Jorge Manrique en el duelo por la muerte de su padre: «Nuestras vidas son los ríos que van a dar a
la mar, que es el morir.» Una imagen clara y comprensible nos traslada una
verdad de orden moral. Lo mismo hace Miguel Hernández en
la Elegía por Ramón Sijé, con algo más de complicación: «Yo quiero ser llorando el hortelano / de la tierra que ocupas y
estercolas, / compañero del alma, tan temprano.» Pero lo que hace Federico va
más allá, hasta un punto inesperado. Después de los redobles fúnebres,
repetitivos, de la primera parte del poema (“La cogida y la muerte”), «A las cinco de la tarde…», y de la
segunda (“La sangre derramada”), «¡Que no
quiero verla!», la tercera parte (“Cuerpo presente”) empieza como sigue:
La piedra es una frente donde
los sueños gimen
Sin tener agua curva ni
cipreses helados.
La piedra es una espalda para
llevar al tiempo
Con árboles de lágrimas y
cintas y planetas.
La cosa sigue por
el mismo tenor, y el lector no tiene literalmente dónde agarrarse hasta el
inicio de la cuarta estrofa: «Ya está
sobre la piedra Ignacio el bien nacido. Ya se acabó…» A partir de ese
momento el poema se reconduce hacia los esquemas de Manrique o de Hernández: el
rechazo telúrico de lo inevitable, el río de la vida, la tierra abonada por la
carne y regada por las lágrimas. La imagen de la espalda de piedra regresará brevemente
en la cuarta parte del poema (“Alma ausente”): «No te conoce el lomo de la piedra…»
Valga el ejemplo
como indicación de aquello que es precisa, específicamente humano: el dominio sobre
la materia, sea esta la naturaleza o el lenguaje. Dominio, además, transmutado
en maestría, es decir, en algo que se da de buen grado y se comparte graciosamente
con otros.
Esa es la mejor
definición posible de cultura. En los versos de Federico hay cultura porque hay
elaboración y recomposición de otras voces anteriores, hay conciencia de un
límite que se tantea y de un camino para rebasarlo. No quedan en el poema residuos
funcionales del lenguaje como recurso práctico y rutinario, al contrario, se
desafía abiertamente la comprensión lógica.
De la misma forma, una
evolución ambiciosa en el universo del trabajo, guiada por la lucha contra
corriente de tantas dificultades puestas y sobrepuestas, podría elevarnos algún
día desde el terreno angosto de la necesidad a la esfera de la libertad.