No sé si voy a
saber explicarlo. Somos, según los filósofos, «seres para la muerte»; todos llevamos dentro de nosotros la vida y la muerte, juntas
y complementarias, como la cara y el envés de una moneda. Pero en algunos casos
la moneda tiene una transparencia particular. Lola era uno de esos casos. En
sus rasgos frágiles, en su actitud grave, veíamos con claridad la muerte que
buscaban, y no encontraron, las balas asesinas que mordieron su carne en un
despacho de la calle de Atocha. A su lado, tal vez protegiéndola con su cuerpo,
murió su marido Javier Sahuquillo, un nombre
unido por razones de larga amistad con mi familia.
Yo he coincidido
con Lola apenas en tres o cuatro ocasiones, y solo en una de ellas tuvimos un
retazo de conversación. No perdí – no suelo perderlas – la ocasión de ser solemne
y patoso: intenté explicarle que veía en ella un monumento a aquellos de nuestra
generación que se sacrificaron generosamente en una lucha desigual. Me contestó
con algunas palabras sencillas, que no recuerdo bien, y con una larga mirada de
guasa que no olvido. La sustancia de su doble mensaje, en todo caso, fue que lo
importante son siempre las personas concretas, y que ser un símbolo no le
apetecía nada.
Al conocer su
segunda muerte, he buscado consuelo en algo que escribió Michel de Montaigne hace varios siglos: «Vuestra muerte es una de las piezas del
orden del universo, es una de las piezas de la vida del mundo. Los mortales
viven prestándose la vida unos a otros… Y como corredores, se pasan la antorcha
de la vida.»