lunes, 2 de febrero de 2015

LOLA GONZÁLEZ RUIZ


No sé si voy a saber explicarlo. Somos, según los filósofos, «seres para la muerte»; todos llevamos dentro de nosotros la vida y la muerte, juntas y complementarias, como la cara y el envés de una moneda. Pero en algunos casos la moneda tiene una transparencia particular. Lola era uno de esos casos. En sus rasgos frágiles, en su actitud grave, veíamos con claridad la muerte que buscaban, y no encontraron, las balas asesinas que mordieron su carne en un despacho de la calle de Atocha. A su lado, tal vez protegiéndola con su cuerpo, murió su marido Javier Sahuquillo, un nombre unido por razones de larga amistad con mi familia.
Yo he coincidido con Lola apenas en tres o cuatro ocasiones, y solo en una de ellas tuvimos un retazo de conversación. No perdí – no suelo perderlas – la ocasión de ser solemne y patoso: intenté explicarle que veía en ella un monumento a aquellos de nuestra generación que se sacrificaron generosamente en una lucha desigual. Me contestó con algunas palabras sencillas, que no recuerdo bien, y con una larga mirada de guasa que no olvido. La sustancia de su doble mensaje, en todo caso, fue que lo importante son siempre las personas concretas, y que ser un símbolo no le apetecía nada.
Al conocer su segunda muerte, he buscado consuelo en algo que escribió Michel de Montaigne hace varios siglos: «Vuestra muerte es una de las piezas del orden del universo, es una de las piezas de la vida del mundo. Los mortales viven prestándose la vida unos a otros… Y como corredores, se pasan la antorcha de la vida.»