Lo normal es que el
secretario general de un sindicato sea elegido en un congreso. Entrar en el
cargo de otra forma es mucho más complicado.
No es que no sea
complicado en sí mismo ejercer una secretaría general cuando se parte de unas
resoluciones aprobadas y convertidas en consecuencia en ley interna; de la
puesta en práctica de un programa ampliamente discutido, y respaldado por unas
votaciones consistentes; de una dirección homogénea salida de una lista mayoritaria.
Cuando no hay nada
de eso, sino una crisis profunda de dirección, con un secretario general
dimitido y una organización desnortada en la que pretenden hacer presa toda
clase de ambiciones, se necesita mucha convicción, mucha capacidad de explicación
y mucha sangre fría para cumplir con éxito relativo (el éxito siempre es
discutible; hay en todos los casos quienes ven la situación al revés) el
mandato recibido.
Bruno Trentin tuvo
esa capacidad de explicación, esa convicción y esa sangre fría. El anterior
secretario general de la CGIL, Antonio Pizzinato, había presentado su dimisión,
que tuvo una acogida «demasiado desenvuelta y glacial», según escribe Bruno en
su diario (Amelia, domingo 27 septiembre 1988). El texto sigue así: «Se ha
abierto la consulta sobre el nuevo secretario general en una atmósfera tensa,
llena de críticas recíprocas, de recriminaciones, de peticiones sinceras de
cambio que se mezclan con maniobras de baja estofa e intentos contradictorios
de desquite y de escalada al poder.»
El órgano de
consulta propuso a Trentin como nuevo secretario general de la confederación, el siguiente
lunes, día 28. Él señala en su diario (entre otras cosas que no corresponden a
este comentario) «muchas incertidumbres sobre la posibilidad de contribuir de
modo eficaz a curar al enfermo, habida cuenta de las complicaciones secundarias
que hoy presentan una gravedad mayor que el mal originario.» Y añade la
siguiente frase: «Temo además por mi actitud de “pararme, leer y reflexionar”
en el curso de las tareas que me esperan, y de saber, por tanto, discernir las
cosas que cuentan, a las que garantizar un futuro, y las “accesorias”, los
datos contingentes respecto de los cuales son posibles las componendas más
desprejuiciadas. Veremos.»
El 6 de diciembre,
desde Bruselas, una queja: «Me falta tiempo para leer e incluso para
informarme. Debo defenderme, o acabaré como un juguete roto.»
El 10 del mismo mes: «El Consejo general
espera quizá demasiado, y corro el riesgo de perder el sentido de las cosas
esenciales, de las prioridades y de la esencialidad verbal.»
La batalla por una
nueva dirección y por un sindicato de programa se prolonga y se enreda a lo
largo del año 1989 con la crisis política del socialismo real que desemboca en
el derrumbe de los países del Este europeo. Abundan en el diario anotaciones
del tipo «calendario frenético», «semanas difíciles», «jornadas tristes y
convulsas, llenas de pugnas subterráneas, de peleas mezquinas y también de
mucha cobardía. Es muy fatigoso trabajar sin un mínimo de entusiasmo.» El 1
agosto, desde Tavera, señala «la resistencia salvaje de la derecha conservadora
presente – y finalmente consciente – en el grupo dirigente de la CGIL,
manifestada sobre todo en la organización de una fuga de noticias y de una
campaña de prensa sobre mi vocación autoritaria, en busca de quemar mis
propuestas a través de su divulgación como un ultimátum por mi parte. Una
lección, aunque no ha sido una sorpresa. No tengo nada que perder y nada que
esperar, y estoy decidido a mantenerme firme, al menos para afirmar la
legitimidad de una batalla política contra cualquier forma de sectarismo y de
enfeudamiento del poder en los grupos dirigentes.»
30 septiembre:
«Tiempos borrascosos.» Continúa, en suma, «el pequeño cabotaje corporativo, la
búsqueda afanosa de un puerto para la legitimación de los aparatos burocráticos
centrales y para un enfoque mercantil de los grandes temas de la política, que
envilece la misma imagen del sindicato… He provocado una polémica demencial
(¡estalinismo!) pero balbuciente, por haber dicho estas cosas en el último C.D.
de la CGIL, en el que hablé de una cultura de comerciantes de alfombras. Y no
me arrepiento.» «De aquí al pequeño cabotaje en la política cotidiana (¡en lugar
de una alternativa de programa!) no hay más que un paso.»
Bruselas, 19
octubre: «Todo ocurre en un largo túnel, sin luz pero sin tormentos: es solo un
tubo con una entrada y una salida, sin nada en el interior. Solo falta la luz…»
Amelia, 5
noviembre: «Poner orden en las propias ideas, identificar un trayecto autónomo
con sus prioridades y sus etapas, alcanzable con realismo: es la tarea nada
fácil a la que me enfrento, pero que al mismo tiempo es ineluctable. Retroceder
o aceptar demoras sería un suicidio. Prefiero caer de pie que acabar en la
administración miserable de una crisis deshilachada, sin metas y sin
objetivos.»
Hay más anotaciones
de este tipo, más concretas incluso, en el diario. El resultado del largo
forcejeo contra toda clase de resistencias (no solo por parte de la componente socialista
de la CGIL; también de la “veterocomunista” según el término utilizado por él mismo),
vale la pena de consignarlo. El lector interesado encontrará la intervención, muy
explícita, de Bruno Trentin en el Congreso de Rímini de febrero de 1991, aquel en
que el PCI dio paso al PDS; y junto a ella, en Anexo, el Programa de la CGIL adoptado
a partir de los trabajos de la Conferencia de Chianciano.
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