Ha dicho Carme
Forcadell: «Catalunya vuelve a tener presos políticos como hace cuarenta años.»
Es una afirmación cuando menos dudosa. Ha añadido: «Se nos ha tratado como a
delincuentes por el simple hecho de hacer posible que la gente vote.» Es una mentira
rotunda. Los catalanes hemos votado con toda normalidad en tantas ocasiones
como se nos ha convocado. No ha sido “imposible” votar en ninguna ocasión, desde
hace esos mismos cuarenta años. Nos gustaría también votar, con garantías e
igualdad de oportunidades para todas las posturas, en una consulta sobre el
futuro que deseamos para Catalunya; muchos, sin embargo, rechazamos votar unilateralmente,
y teniendo una ley de desconexión – que por lo demás tampoco se nos permite votar
– pendiente sobre nuestras cabezas como la espada de Damocles.
El alto mando
independentista se echa las manos a la cabeza por la intervención
demasiadamente expeditiva de la guardia civil, cuando es lo que ha estado
anhelando durante todo el forcejeo previo con las instituciones del Estado (con
las instituciones judiciales sobre todo, porque el ejecutivo se ha llamado reiteradamente
andana). A Junqueras se le escaparon las lágrimas al pensar en sus colaboradores
retenidos en el cuartelillo. ¡Martirio! Y es que solo el martirio convincente de
algunos patriotas puede desencallar la nave anhelante de marchar rumbo a Ítaca.
En el “relato”
nacionalista catalán (ahora está de moda centrarse en los relatos para explicar
los sucesos) han figurado desde la primera hora los grandes temas de la Pérdida,
la Opresión, el Agravio, el Expolio y la Resistencia, todos con mayúsculas. En
un sugestivo ensayo de Fernando Molina y Alejandro Quiroga (1), se analiza el
escaso eco de tal relato en la ciudadanía durante treinta años, desde su
siembra metódica en 1980 hasta su resurgimiento repentino en 2010 de la mano de
una campaña masiva desde los poderes institucionales. Incluso entonces, hizo
falta una sobredeterminación de circunstancias para que arraigara como trending topic. La crisis, el
hundimiento del Estado social, la ausencia de perspectivas entre los jóvenes,
el crecimiento de las bolsas de pobreza hasta afectar a buena parte de las que
antes se tenían a sí mismas por “clases medias”, de un lado; el torpedeamiento
del nuevo Estatut desde el Tribunal Constitucional, de otro lado. Aun entonces,
mucho más eficaz que la historia manida de un agravio secular fue el grito de
alarma: «¡España nos roba!» La gente no se sintió de pronto nacionalista; se
sintió estafada. Su reacción fue similar a la de las plazas de otras ciudades españolas
en el 15M. Pero aquí hubo una variante importante: el No a la Casta dio paso a un
No a España.
A España en teoría,
a una España lejana y enteramente desprovista de atractivo. La cohesión en
torno a España había estado basada en el paraguas del Estado social, y ese
paraguas cada día era más chico, cada día traspasaban más las salpicaduras de la
que estaba cayendo. En esas circunstancias se vino abajo el “otro” relato
nacional español, el mito de la Transición ejemplar y el Consenso fructífero.
La Transición apareció de pronto como una trampa, el consenso como un
engañabobos.
En toda España. En
Cataluña también.
Ahora, las prisas
de la Generalitat por tapar sus propias fechorías y aprovechar lo que perciben
como una ventana de oportunidad, ha conducido a un choque frontal disparatado,
desprovisto de cualquier atisbo de legitimidad. Rajoy se siente cómodo en ese
terreno; pero Mas, Junqueras y Puigdemont también. No habrá independencia, seguro,
pero las próximas elecciones podrán ganarlas con desahogo si consiguen añadir al
cóctel nacionalista unas cuantas gotas de martirio.
En esas estamos.
(1) “¿Una fábrica
de independentistas? Procesos de nacionalización en Cataluña”, en S. Forti, A.
Gonzàlez i Vilalta y A. Ucelay Da-Cal (eds.), El proceso separatista en Cataluña. Comares Historia 2017.