“Democracia es
votar; antidemocracia es impedir votar”: una ecuación simplista y
manifiestamente falsa desde el momento en que la votación propuesta afecta a la
condición jurídica, los derechos y las libertades individuales imprescriptibles
de personas presentes y futuras que no votarán, y anula la seguridad jurídica
derivada de todo un ordenamiento positivo establecido, sustituido por
no se sabe qué, ni se propone, ni se adivina.
La convivencia en
democracia se basa en el respeto de todos al marco jurídico existente, que a
todos implica. No basta la suposición de que ese marco sea “opresivo” para
anular la obligación de respeto. La comunidad internacional ha amparado luchas
de liberación contra regímenes coloniales anclados en la desigualdad jurídica
de las personas; pero no es el caso de Catalunya. Aquí la comunidad internacional no ampara nada; aquí no se está dando una
batalla por la igualdad, sino por la supremacía de unas leyes (ni siquiera
vigentes; todavía en embrión) sobre otras, vigentes y contradictorias con las
primeras.
La libertad legítima
de una persona acaba allá donde choca con las libertades igualmente legítimas
de otras. No cambia la situación el hecho de que una mayoría decida ignorar o
suprimir los derechos de una minoría; una violación en grupo no se legitima por
el hecho de que previamente haya sido sometida a votación, y la víctima haya
quedado (lógicamente) en minoría. El voto de los delincuentes no santifica el
delito.
Sorprende, entonces,
que se vaya con tanta impudicia a un choque de trenes con el Estado soberano,
por mucho que quien lo gobierna tenga escasa credibilidad democrática y se vea abrumado
por el peso de una corrupción ejercida de modo sistemático durante largos años.
Porque esto no es oposición a un gobierno (en lo que una gran mayoría de los
españoles, si hacemos caso de los votos de las últimas elecciones, estaríamos de
acuerdo), sino oposición a “cualquier” gobierno de España, a partir de la negación de las
reglas compartidas de convivencia.
Se podría (se
debería) encauzar este combate desde la afirmación precisamente de los derechos
de ciudadanía de los trabajadores, de las mujeres, de los jóvenes, de los
pensionistas. De la salvaguarda de derechos vigentes, pero conculcados, a la
salud, al trabajo digno, a la vivienda, a un medio ambiente saludable, a una
educación adecuada a las potencialidades de cada cual, a la igualdad de
oportunidades de ascenso social. Todo ello es posible, tanto en Catalunya como
en otros lugares de España, tomando como objetivo el cambio de un gobierno aborrecido
por todos.
Pero cuando se
marcha con decisión a un choque de trenes entre dos legalidades, resulta
incoherente la interjección de Gabriel Rufián a Mariano Rajoy en las cortes españolas:
«Quita tus sucias manos de las instituciones catalanas.»
Porque, en efecto,
el jefe del gobierno tiene legitimidad para imponer sus manos – sucias o
limpias – sobre las instituciones de las autonomías. Y Rufián no puede alegar
ignorancia de este hecho simple y sencillo.