Séame permitido
romper una lanza en favor de la mujer que ha deseado para Inés Arrimadas una
violación en grupo. Una lanza tan solo, y ni siquiera muy gruesa. Inés
Arrimadas cuenta con todo mi respeto y mi admiración, aunque no con mi voto. Creo
que hace muy bien en demandar ante los tribunales de justicia a quien le ha
deseado un mal tan grande y tan retorcido; siquiera sea porque no es admisible
que las redes sociales alberguen de rositas expresiones de odio tan
desaforadas. Me parece necesario poner coto a los insultos y a las expresiones públicas
de malevolencia enfermiza que imperceptiblemente han ido creciendo en la red hasta
alcanzar unas magnitudes alarmantes.
Pero (aquí está la
lanza que rompo), en este caso la ofensora ha hecho públicos en la red su
nombre y sus dos apellidos. No se trata de un troll, que escupe un veneno
incluso más nocivo – amenazas de muerte – al amparo del anonimato. Su aparición
en facebook le ha costado, de momento, su empleo (temporal) en una empresa inmobiliaria.
Lo visceral ha rebasado en su caso los límites razonables de la prudencia.
Puede tratarse de
un caso psicopatológico. Encarezco que se examine esta faceta o circunstancia particular
de lo que en los tribunales será caracterizado como un delito de odio.
Existe un mecanismo
muy conocido en psicoanálisis, el de la proyección de deseos reprimidos
inconfesables. Hay un caso literario proverbial. André Gide reprochó a Marcel
Proust la imagen abyecta y repugnante que había dado de la homosexualidad en la
descripción de una escena sadomasoquista durante la cual el barón de Charlus era
atado y azotado en un burdel para hombres. La cara de sorpresa de Marcel reveló
de pronto a André que la escena no le parecía a su colega ni tan abyecta ni tan
repugnante como a él mismo.
Pues bien, en
hipótesis, cabe la posibilidad (subrayo que aquí estoy hablando de hipótesis y de
posibilidades) de que la ofensora, impulsada por la combustión acelerada de una
indignación provocada por las manifestaciones televisadas de la ofendida, haya
proyectado en esta última su propia falta de autoestima (la convicción profunda
de ser “una perra asquerosa”) y la fantasía reprimida de ser objeto de una
agresión sexual grupal.
Los hechos
calificativos del delito no variarían en sustancia, pero una terapia adecuada
podría mejorar sustancialmente la visión del mundo y de sí misma de una mujer
que, en el acto de atacar a otra con una vehemencia furiosa, ha quedado expuesta
sin remisión al juicio público y severo de sus conciudadanos.