sábado, 6 de marzo de 2021

ESCRITURA Y CRÍTICA

 


Un artículo de Anna Caballé en Babelia recuerda a Carmen Laforet (el próximo 6 de septiembre habría cumplido cien años) y su extraña, en parte malograda, carrera literaria, víctima del ruido mediático que causó su primera novela, Nada.

Caballé recuerda de pasada el caso Salinger. Yo mismo había asociado en un post a los dos autores. Dije textualmente, hablando de “JD, el mito” (Punto y Contrapunto, 7.5.2019): «En una escala bastante menor, algo parecido le ocurrió entre nosotros a Carmen Laforet, después de su revelación literaria con ‘Nada’. Publicó algunas novelas más, pero acabó por dejarlo, incapaz de responder a las expectativas que habían despertado sus inicios.»

Los críticos literarios ejercen en ocasiones de profetas y dictadores, al mismo tiempo, del gusto. Laforet encajaba en el estereotipo de la “nueva novela” emergente bajo las cenizas de la guerra civil. Se convirtió su primera novela, su afortunado debut literario (premio Nadal en 1944; premio nuevo de trinca, mientras en los campos de Europa seguían tronando los cañones y cayendo en racimo las bombas), en un símbolo de la época, y a ella misma en la portaestandarte de una generación.

Laforet no concluyó la carrera universitaria que había empezado; se casó con el periodista y crítico literario Manuel Cerezales, su mentor literario, que presuntamente la ayudó en el acabado de su novela; tuvo de él cinco hijos, y trató de seguir una carrera literaria irregular, demasiado lastrada por la brillantez de sus inicios.

No fue muy distinto lo que le ocurrió a Salinger en su país, donde publicó en 1951 “El guardián entre el centeno” (The catcher in the Rye), convertida de inmediato en un símbolo tan apabullante de la generación salida de la guerra, que ahogó la creatividad del novelista. Se encerró en Cornish, New Hampshire, se negó a conceder entrevistas a nadie, y allí vivió y murió, solitario y huraño, sin dejar de escribir kilos y kilos de papel que sus herederos tratan aún de ordenar para decidir lo que es publicable y lo que no.

Es posible encontrar en el mundillo literario otras situaciones parecidas. Francis Scott Fitzgerald vio como su novela ‘El gran Gatsby’ era aupada por la crítica como el símbolo de la generación de los roaring twenties. Su talento era enorme, pero lo ahogó en alcohol y en las extravagancias junto a Zelda, su bella mujer loca. Alfredo Bryce Echenique fue alabado unánimemente por la aguda descripción en su primera novela, ‘Un mundo para Julius’, de la frivolidad y la inutilidad de las clases altas de un Perú que muy pronto desaparecería. Su tía materna asistió llena de orgullo a una conferencia sobre “el libro de Alfredito” con su mejor vestido, sus joyas y su visón, y al oír lo que decía allí el conferenciante sobre su propia clase social, sufrió un desvanecimiento.

Najat El Hachmi, que ha superado con creces el desconcierto del peso mediático de un primer éxito, hace una referencia a esta situación en su última entrega, ‘El lunes nos querrán’, nada menos que Premio Nadal 2021 (¡tachán!). Su protagonista, una mujer que ha tenido un inicio favorable en el mundillo literario, es aleccionada por un crítico que la anima a bucear en el océano de los significantes y los significados. «Lecturas y más lecturas; teorías sobre esas lecturas, teorías sobre las teorías. Interpretaciones a veces tan alejadas de lo escrito que parecían invenciones en sí mismas … Se comparaban cosas que no tenían nada que ver, se establecían paralelismos basados en elementos que a mí me parecían secundarios … Según Javier, lo que me faltaba era tener más bagaje intelectual para entender la complejidad de lo que estaba aprendiendo.» (Págs. 274-75). Es esa labor encarnizada de interpretación sistémica, de búsqueda del diapasón de una época, lo que ahoga muchas veces la creación literaria.

Yo he leído toda Carmen Laforet. De muy joven pedí a mi padre, que guardaba la colección de premios Nadal en un armario de su despacho, ‘Nada’, a una edad en la que él juzgó que yo no estaba aún preparado. Le pareció más conveniente para mí, en cambio, ‘La mujer nueva’, historia de una conversión religiosa, y yo extraje de allí parámetros comparativos que me fueron útiles. Me interesaron mucho más, por lo demás (yo era aún adolescente), las pulsiones sexuales de la protagonista que su búsqueda de certezas religiosas.

Después, he ido leyendo todo lo de Laforet, incluidos los artículos en Destino. Me ha interesado mucho, personalmente, su trayectoria. Siempre me ha parecido una mujer y una escritora extraordinaria, sin suerte en ninguno de los dos campos. Una víctima de los críticos literarios, empezando por su marido, del que acabó por separarse. Siempre es una opción para un escritor dubitativo desembarazarse del fardo de la crítica.