Brunilda
se despide de Sigfrido. Imagen de “El crepúsculo de los dioses”, por Arthur
Rackham. Fuente, Wikipedia.
Tuvo razón, y al mismo tiempo se equivocó grave e
irreversiblemente, el Emérito al repreguntar «¿Explicaciones de qué?», literalmente,
a una periodista que le había preguntado si tenía intención de dar explicaciones
a los españoles.
Tuvo razón porque todo está claro y meridiano, las explicaciones
sobran. Decir, por ejemplo, “No es lo que parece”, habría tenido un recorrido
cortísimo; y repetir el compungido “No lo volveré a hacer” no añadiría nada a
una situación en la cual, en efecto, el ciudadano Borbón no puede volver a
hacer lo que hizo porque ya no ocupa la misma posición en el círculo de los
privilegiados de este mundo. Su mediación comercial no vale un pimiento, el
palco del Bernabéu ya no le acoge, su único paño de lágrimas es el cogollito de
toda la vida, ampliado eventualmente por unos cientos de descerebrados y
estómagos agradecidos dispuestos a hacer unas horas extra mal pagadas en
Sanxenxo dando los gritos de rigor.
El problema del Emérito está en que, si bien su persona ya
no se representa más que a sí misma, su circunstancia sigue íntimamente ligada
a la institución que encabezó en su momento. Esa es la razón última de su
querencia hacia determinados vectores de negocios situados aún a su alcance, ya
sean regatas o bien recepciones en la Zarzuela.
Juan Carlos está reclamando un espacio de mayor libertad
para sí mismo, le ocurra lo que le ocurra a la institución a la que está ligado.
Lo mismo le sucede a Ayuso en una situación muy escasamente comparable, sin
embargo. El punto de coincidencia es que los dos reclaman para sus personas
individuales una capacidad de actuar ilimitada e irresponsable en un ámbito que
no es privado, sino público, y que por consiguiente va en deterioro de la función
social representativa que teóricamente habrían de desempeñar.
Puede que, a él y a ella, esa cuestión no les importe. De
Ayuso sabemos ya que es una ácrata al frente de una institución política seria;
de Borbón y Borbón cabría sospechar que es criptorrepublicano. La explicación
más sencilla, sin embargo, en ambos casos es su adhesión a la “doctrina
Pompadour”. Madame, según se cuenta en los mentideros, vio a su amante Luis XV
muy afectado por la desastrosa derrota de las tropas francesas en Rossbach
(1757), y le recomendó: «No vale la pena que os preocupéis, podríais enfermar.
Después de nosotros, el Diluvio.»
No vino el diluvio, pero sí la República. Y esa es la razón
última de que el desplante pandillero, del ex monarca ante la periodista,
preocupe en el Walhalla, quiero decir en la Zarzuela. Allí saben que el
crepúsculo (Dämmerung) empezó con la muerte de Sigfrido, y acabó con la
desaparición de todos los dioses sin faltar uno. Al argumento le puso Richard
Wagner una música sublime que yo aborrezco. Qué quieren, prefiero con mucho las
notas simplonas de “La Marsellesa”.