En el
cruce de Abbey Road, después del seísmo.
En el momento en que nos disponemos a abordar los contornos
doctrinales de un Estatuto del Trabajo para el siglo XXI, conviene tomar buena
nota de que al hablar del trabajo, ya no nos estamos refiriendo a lo mismo de que
hablábamos en los años ochenta.
El trabajo ha mutado.
Mal situaremos al trabajo en el centro de la política, si no
empezamos por reconocer esta realidad, y sacar las consecuencias pertinentes.
El mundo del trabajo era fordista, en 1980. Y el fordismo
no era tan solo un sistema productivo, algo a tener en cuenta en los cálculos
de productividad de los expertos en eficiencia industrial. El fordismo fue, en
palabras del maestro iuslaboralista Umberto Romagnoli, «un modo de pensar, un estilo de vida, un modelo de organización de la
sociedad en su conjunto».
La irrupción de un avance
tecnológico, Internet, arrumbó el modo fordista de producción a partir de
mediados de los años noventa. Otro jurista y sociólogo eminente, Alain Supiot,
nos dejó la imagen más significativa del cambio de paradigma en la organización
del trabajo: antes el símbolo era un cronómetro; a partir de determinado
momento, lo es un computer.
El nuevo paradigma supone un
cambio estructural profundo. El trabajo ya no exige tanta fatiga física (para
eso están, en último término, los robots), y sí en cambio mucha mayor fatiga
mental, o estrés. Hay más autonomía de decisión, pero también un control mucho
más minucioso. El salario base disminuye en todos los sentidos, y proliferan
los incentivos, en muchos casos tramposos. No alcanzar metas consideradas “normales”
por un algoritmo (una entrega de comida en 20 minutos en un barrio lejano, la
limpieza de 50 habitaciones de hotel en una jornada laboral) puede ser
penalizado con una severidad implacable.
Como sabemos desde que nos lo
señaló con un guiño de ojos cómplice el Barbudo de Tréveris, los cambios en la
infraestructura acaban por modificar también las superestructuras sociales. El
proceso podrá durar más o menos, e incluir muchos meandros, pero en último
término ocurrirá.
Y junto a esa norma marxiana,
hemos de considerar otra – de no sé quién – que establece que entre crisis y
crisis del capitalismo los tiempos se acortan y el movimiento se acelera
progresivamente. Desde la voladura controlada del welfare
hasta la crisis de Lehman Brothers pasaron menos de
treinta años; desde la defenestración de la Grecia de Tsipras a manos de las
troikas hasta la guerra de Putin contra Zelenski y viceversa, apenas siete.
Al margen de toda clase de
epifenómenos, el mundo de hoy es ya impensable sin Internet. Internet ha
cambiado la forma del mundo, trastocado los viejos puntos cardinales
geoestratégicos (este-oeste, norte-sur), revertido las alianzas internacionales
y reescrito los diccionarios en los que se refugiaba el saber arcano. No es
solo el trabajo lo que ha mutado; a partir de la mutación del trabajo lo han
hecho también la empresa y el emprendimiento, cosa esperable, pero también
realidades situadas aparentemente a mucha distancia del epicentro del seísmo:
el Estado, el concepto de lo público, las religiones, los géneros, las relaciones internacionales, las organizaciones
políticas, los derechos de ciudadanía. Lo dejo aquí porque me entra el vértigo.
Entonces, un Estatuto del
Trabajo para el siglo XXI no está obligado a redefinir todas las cuestiones
estructurales o superestructurales que acompañan a los nuevos sistemas de
creación de riqueza (asunto que ha perdido importancia estratégica) y de
control de la producción (tema que, por el contrario, la ha ganado). Pero sí
habrá de tenerlo todo en cuenta, como brújula para navegantes y como trasfondo necesario
de la acción legislativa.
Una última cuestión, que no es estrictamente
de aggiornamento. Nos hemos acostumbrado a considerar las realidades
económicas como políticamente “neutrales”, y no es así. Un buen Estatuto del
Trabajo debería como mínimo dejar un espacio propio, “a room of one’s own” para expresarlo de forma nada casual con Virginia
Woolf, a las distintas alternativas de organización del trabajo y del mundo.
Teletrabajo
mas allá de todos los horarios laborales. Gail Albert Halaban, “Desde mi
ventana” (serie fotográfica).