Javier
Aristu Mondragón. Fotografía colgada en Facebook por su hijo Carlos Aristu
Ollero.
Ayer me trajo el cartero un paquete con un ejemplar del
libro “Señoritos, viajeros y periodistas. Miradas sobre la Andalucía del
siglo XX” (Comares, 2022), el estudio sobre Andalucía y los andaluces que a
duras penas consiguió acabar Javier Aristu antes de rendir el tributo común de
los mortales a la naturaleza. Debo el envío a la impagable amistad de Cuca
Ollero, compañera de Javier a lo largo de cincuenta años de multitud de peripecias
en común. Me siento gratificado por su amistad. Creo de justicia añadir que sin
la ayuda y colaboración eficaz de Ana Aristu Ollero, hija de ambos, la carrera “contra
el reloj” de la finalización del libro de Javier tal vez no habría llegado a
culminar.
Pues bien, me he puesto a releer en el papel las páginas
que solo conocía en soporte electrónico. El prólogo de Antonio Muñoz Molina,
inédito para mí, me ha parecido excelente. Y entre los “señoritos”, los
viajeros y los periodistas que a lo largo del libro especulan o desentrañan la
realidad andaluza, me ha conmovido en particular el capítulo 2, “La harca de
Ab-del-Krim”, calificativo ominoso y burlón con el que fueron señalados los catedráticos “institucionistas”,
término que significa que estaban próximos en mayor o menor medida a la
Institución Libre de Enseñanza; o dicho de otro modo, que fueron masones y ateos, según los “cenizos bien pensantes”, como los calificó Ramón Carande al evocar
la época de la guerra de Marruecos.
No fue cosa de broma. Seis profesores de la pequeña
Universidad de Granada (cinco catedráticos y un profesor auxiliar) fueron
fusilados en el verano del 36, hecho terrible que extiende y agrava el crimen
de que fue víctima Federico García Lorca, achacado todavía por algunos a
venganzas privadas. No. Lo que hubo fue una represión institucionalizada de la disidencia cultural, que no se ajustaba a los parámetros oficiales establecidos para una
España eterna y una Andalucía inmemorial. En Sevilla no hubo ejecuciones, pero
sí persecuciones, expulsiones, incautaciones, que amargaron la vida y el trabajo
de investigación de muchos intelectuales relacionados con la Universidad.
Aristu resigue en este capítulo la trayectoria de un
rezagado de la harca, Francisco Márquez Villanueva, que se doctoró por la
Universidad de Sevilla en 1958 y fue vetado para ocupar plaza de titular en la
misma en 1959, por intervención directa del rector a petición de un “arzobispo
ruin”, según explicó el propio Márquez años después a la periodista Charo
Ramos. Márquez hubo de optar finalmente por el exilio, y encontró cobijo en
Harvard, donde desarrolló una carrera brillante y se hizo inseparable de
Américo Castro, otro andaluz (de Huétor-Tájar, aunque nacido en Brasil) corrido
a hisopazos por la curia eclesiástica.
La peripecia de Márquez sirve a Aristu para hurgar en esa
uniformización cultural que fue sintetizada con dos adjetivos (mentirosos los
dos) por el “señorito” poeta José María Pemán: «Andalucía, cristiana y
senequista». La imagen tópica no es exclusiva de los andaluces, sin embargo. El
español era, según la misma leyenda áurea, “mitad monje, mitad soldado”, contrarreformista
“a machamartillo”, participante en una esencia y una "raza" decantadas a lo largo de los
siglos e invariables para la eternidad. Julio Caro Baroja intuyó la extensión potencial
de ciertas disquisiciones mitológicas sobre la raza, al hablar de una “historia
mágica”. Cito a don Julio desde el propio libro de Aristu (pág. 32): «Los “vascos
profesionales” y “confesionales” siguen creyendo que Amaya o cosas por el
estilo encierran el secreto de su ser. Al vasco de cartón piedra le interesan
las novelas de cartón piedra y los espectáculos del mismo material. Pero acaso
le pasa lo mismo al castellano, al catalán o al andaluz.»
Historia mágica e inquisición religiosa, tales son los dos
elementos que infectaban en los años azules del franquismo la vida cultural en
una Universidad andaluza integrista, hegemonizada por el Opus Dei, en la que el
sentido profundo de ser andaluz (o español) era ser católico, ortodoxo, rigurosamente
dogmático.
No fue el “enemigo” tanto el comunismo, entonces, como la
heterodoxia. Acusar al discrepante de comunista era una muletilla, pero lo que se
buscó, y se consiguió mediante cientos de miles de muertes y millones de exilios,
fue esa Unidad con mayúscula de España en torno a la Religión, la Milicia, la
Monarquía y la Jerarquía.
Ha pasado el agua bajo los puentes, pero las ideas siguen
imperturbables, “impasible el ademán”, en España y muy en concreto, ahora
mismo, en Andalucía. El mensaje último de este estudio admirablemente trazado por
Javier Aristu es oportuno: los mismos perros están reapareciendo con distintos
collares, y a la imposición despótica de una horma asfixiante le llaman
libertad.