jueves, 19 de mayo de 2022

EL HARCA DE AB-DEL-KRIM


Javier Aristu Mondragón. Fotografía colgada en Facebook por su hijo Carlos Aristu Ollero.

 

Ayer me trajo el cartero un paquete con un ejemplar del libro “Señoritos, viajeros y periodistas. Miradas sobre la Andalucía del siglo XX” (Comares, 2022), el estudio sobre Andalucía y los andaluces que a duras penas consiguió acabar Javier Aristu antes de rendir el tributo común de los mortales a la naturaleza. Debo el envío a la impagable amistad de Cuca Ollero, compañera de Javier a lo largo de cincuenta años de multitud de peripecias en común. Me siento gratificado por su amistad. Creo de justicia añadir que sin la ayuda y colaboración eficaz de Ana Aristu Ollero, hija de ambos, la carrera “contra el reloj” de la finalización del libro de Javier tal vez no habría llegado a culminar.

Pues bien, me he puesto a releer en el papel las páginas que solo conocía en soporte electrónico. El prólogo de Antonio Muñoz Molina, inédito para mí, me ha parecido excelente. Y entre los “señoritos”, los viajeros y los periodistas que a lo largo del libro especulan o desentrañan la realidad andaluza, me ha conmovido en particular el capítulo 2, “La harca de Ab-del-Krim”, calificativo ominoso y burlón con el que fueron señalados los catedráticos “institucionistas”, término que significa que estaban próximos en mayor o menor medida a la Institución Libre de Enseñanza; o dicho de otro modo, que fueron masones y ateos, según los “cenizos bien pensantes”, como los calificó Ramón Carande al evocar la época de la guerra de Marruecos.

No fue cosa de broma. Seis profesores de la pequeña Universidad de Granada (cinco catedráticos y un profesor auxiliar) fueron fusilados en el verano del 36, hecho terrible que extiende y agrava el crimen de que fue víctima Federico García Lorca, achacado todavía por algunos a venganzas privadas. No. Lo que hubo fue una represión institucionalizada de la disidencia cultural, que no se ajustaba a los parámetros oficiales establecidos para una España eterna y una Andalucía inmemorial. En Sevilla no hubo ejecuciones, pero sí persecuciones, expulsiones, incautaciones, que amargaron la vida y el trabajo de investigación de muchos intelectuales relacionados con la Universidad.

Aristu resigue en este capítulo la trayectoria de un rezagado de la harca, Francisco Márquez Villanueva, que se doctoró por la Universidad de Sevilla en 1958 y fue vetado para ocupar plaza de titular en la misma en 1959, por intervención directa del rector a petición de un “arzobispo ruin”, según explicó el propio Márquez años después a la periodista Charo Ramos. Márquez hubo de optar finalmente por el exilio, y encontró cobijo en Harvard, donde desarrolló una carrera brillante y se hizo inseparable de Américo Castro, otro andaluz (de Huétor-Tájar, aunque nacido en Brasil) corrido a hisopazos por la curia eclesiástica.

La peripecia de Márquez sirve a Aristu para hurgar en esa uniformización cultural que fue sintetizada con dos adjetivos (mentirosos los dos) por el “señorito” poeta José María Pemán: «Andalucía, cristiana y senequista». La imagen tópica no es exclusiva de los andaluces, sin embargo. El español era, según la misma leyenda áurea, “mitad monje, mitad soldado”, contrarreformista “a machamartillo”, participante en una esencia y una "raza" decantadas a lo largo de los siglos e invariables para la eternidad. Julio Caro Baroja intuyó la extensión potencial de ciertas disquisiciones mitológicas sobre la raza, al hablar de una “historia mágica”. Cito a don Julio desde el propio libro de Aristu (pág. 32): «Los “vascos profesionales” y “confesionales” siguen creyendo que Amaya o cosas por el estilo encierran el secreto de su ser. Al vasco de cartón piedra le interesan las novelas de cartón piedra y los espectáculos del mismo material. Pero acaso le pasa lo mismo al castellano, al catalán o al andaluz.»

Historia mágica e inquisición religiosa, tales son los dos elementos que infectaban en los años azules del franquismo la vida cultural en una Universidad andaluza integrista, hegemonizada por el Opus Dei, en la que el sentido profundo de ser andaluz (o español) era ser católico, ortodoxo, rigurosamente dogmático.

No fue el “enemigo” tanto el comunismo, entonces, como la heterodoxia. Acusar al discrepante de comunista era una muletilla, pero lo que se buscó, y se consiguió mediante cientos de miles de muertes y millones de exilios, fue esa Unidad con mayúscula de España en torno a la Religión, la Milicia, la Monarquía y la Jerarquía.

Ha pasado el agua bajo los puentes, pero las ideas siguen imperturbables, “impasible el ademán”, en España y muy en concreto, ahora mismo, en Andalucía. El mensaje último de este estudio admirablemente trazado por Javier Aristu es oportuno: los mismos perros están reapareciendo con distintos collares, y a la imposición despótica de una horma asfixiante le llaman libertad.