De
brazos cruzados. Juan Rulfo con un amigo de Comala.
«Me moriré en París con aguacero, / un día del
que tengo ya el recuerdo», escribió César Vallejo (en “Piedra negra
sobre una piedra blanca”). Para completar la profecía, señaló como fecha “tal vez”
un jueves (“como hoy”) de otoño. No fue en otoño ni en jueves, sino un viernes
santo, en París y con lluvia. El 15 de abril de 1938.
Todos morimos muchas veces en vida, y seguimos adelante por
lo general. Una vez, una sola, es la definitiva, esa que se presenta “a las
malas” y no concede prórrogas.
Bueno, yo tengo también el recuerdo de mi muerte, de noche
en una cama familiar (aborrezco las muertes en camas de hospital; para morir
así, francamente, preferiría no morirme). Esta noche he sentido algo parecido a
la sensación de otras ocasiones, un ahogo, un delirio de perfil bajo, un
dejarme ir poco a poco mientras una lucecita interior me alertaba: “¿qué te está
pasando?”. Me he levantado sin problema, he ido al baño y luego me he asomado a
la terraza a ver dormir el mar bajo el espesor de un cielo nublado en el que no
brillaban las estrellas.
Todo el proceso puede haber sido un ensayo, uno más, quizás
aún no el ensayo general del día antes del estreno pero quién puede intuirlo, lo
hizo César Vallejo, yo no.
Sentado en la terraza; seis y unos minutos de la mañana.
Todo oscuro aún. Olor de mar, viento flojo. El corazón, que se me había
disparado, se ha ido acompasando poco a poco. La Dama del Alba – si era ella –
se ha retirado en algún momento de puntillas, sin hacer ruido, tal vez con una
sonrisa enigmática a flor de labios, como la Gioconda. “¡Perillán!”, me habrá
dicho en susurros, si era ella. O bien otra palabra antigua, en desuso, como gusta
hacer la Dama.
Al rato he visto asomar una claridad por la esquina del
oriente del cielo y me he vuelto a mi cama, junto a Carmen dormida, a apurar
los últimos tragos de la noche.
René
Gruau: “Lady in a doorway wearing red dress” (1947).