Vista
parcial de Sarreburg desde el mirador de la catedral, que se adivina en la
parte izquierda. Al fondo, el castillo. (Foto cortesía de nuestro colectivo de
amigos cruceristas. Uno de ellos propuso para nuestra potencial ONG el nombre
de “Bebedores sin Fronteras”. Esperemos que no esté ya registrado.)
“… mientras con eco de cristal y espuma ríen los zumos de la vid dorados.”
Antonio
MACHADO
No tengo intención de hablar de la Tetralogía de Wagner, ni
de los Nibelungos. A decir verdad, Wagner nunca me ha gustado muchísimo. Cuando
menciono el oro del Rin y del Mosela, me refiero al color del vino de allí.
Cuando Dios hizo el mundo en seis días (una faena poco
profesional, si quieren mi opinión; ustedes o yo mismo lo habríamos hecho
mejor), distribuyó las ventajas y los inconvenientes a voleo: aquí te pillo
aquí te mato, y al que le toque le ha tocado.
A Renania le tocaron en la rifa el agua y el subsuelo: lluvias
abundantes, ríos caudalosos y vetas de minerales útiles por todas partes. En el
otro platillo de la balanza, terrenos esquistosos poco aptos para el cultivo, nieblas
abundantes, temperaturas justitas tirando a rigurosas, y una insolación que apenas
alcanza para nada, incluso en los meses más favorables.
De la necesidad, virtud. La textura del terreno favorecía
el cultivo de la vid, y a ello se lanzaron los renanos. Para favorecer la precaria
insolación se eligieron por lo general terrenos en ligera cuesta, y se
plantaron las cepas con una separación suficiente entre ellas para que cada
grano de uva recibiera sin falta la indispensable caricia de un sol avaro. El
calendario de los trabajos y el tiempo de la vendimia se regularon con
escrupulosidad teutónica. La idea general que ha presidido desde siempre esta
actividad es llegar a la excelencia mediante la parsimonia.
Los cruceristas visitamos las bodegas Saint-Martin, en
Luxemburgo, junto al Mosela. Saint-Martin es uno de los mayores productores de
vino del país, cuyas cifras (unos 15,4 millones de litros anuales), sin
embargo, resultan insignificantes en comparación con Alemania – en la otra
orilla del río –, noveno productor mundial con 800 Ml; y, por supuesto, con
España, 3.530 Ml, tercer productor mundial detrás de Italia y Francia, a poca
distancia de ellas.
Liliana, una enóloga portuguesa afincada junto al Mosela,
nos paseó por las cavas de Saint-Martin, un kilómetro de recorrido subterráneo
a una temperatura siempre constante. El proceso de vinificación comienza en
grandes tinas de acero de 6.500 l de capacidad. Cada paso del proceso es
controlado escrupulosamente. La calidad más alta que produce la casa es el “cremant”,
tratado al modo “traditionnel” (los términos entrecomillados evitan las
calificaciones mucho más usuales de “champaña” y “méthode champenoise”, que les
valdrían una demanda fulminante por parte de los soplapollas de una región
francesa que pretende acaparar la exclusiva mundial de un descubrimiento enológico
que se remonta bastantes siglos atrás; pero que les permite vender sus caldos
al triple o más de su valor real, gracias a una simple etiqueta de denominación
de origen.)
Cuando Liliana llegó en su explicación al momento en el que
los expertos determinan que ha llegado la hora de poner en botella un vino del
Mosela porque el color sugiere ya ese oro pálido y burbujeante que tan
apetecible resulta a la vista y al paladar, le pregunté si lo consideraban
entonces un vino “maduro”. Alzó los ojos al cielo (recuerden que era
portuguesa) y me contestó que el vino del Mosela es siempre un vino joven,
jamás madura ni envejece en barricas. Toda la producción se vende y se consume
en el año que sigue a la vendimia. Los restos sobrantes, ya estén en botella o
en tonel, es preferible tirarlos por el desagüe; han perdido todas sus calidades.
Eso no quita que en el castillo de Heidelberg visitáramos,
unos días más tarde, el tonel de vino más grande del mundo. Puro alarde.
Tendría pleno sentido llamar a esa figura un “brindis al sol”, porque el sol es
precisamente el elemento necesario para dar a estos vinos el cuerpo y la consistencia
de otros caldos madurados en tierras en las que el agua escasea, seguro, pero que
gozan del privilegio de una insolación intensa capaz de extraer todo el esplendor
recóndito de una fruta generosa en aromas y sabores pese a la parsimonia con la
que ha sido regada.