Estampa
típica del llamado Rin romántico.
‘Todo
fluye’ (HERÁCLITO de Éfeso)
Anoche soñé con el ruido amortiguado de un motor y el leve
balanceo de un barco grande remontando un curso de agua. Me he despertado en mi
cama de Barcelona, pero aún he dudado un momento sobre la dirección que debía
seguir hasta el cuarto de baño. Quizás sea que el Rin me ha dejado huella.
Un grupo de cruceristas, mayoritariamente jubilados y catalanes,
de CCOO hemos vivido inmersos en un medio fluvial desde el 17 hasta el 23 de
septiembre. Hemos pasado por tres ríos distintos, el Mosela, el Saar y el Rin;
y la previsión era navegar también por un cuarto, el Neckar, pero un lapso de espera
excesivo en el paso por las dos esclusas aconsejó a la organización cambiar el
plan y transportarnos en autobús de Mannheim a Heidelberg y vuelta.
El detalle es lo de menos, porque todos los ríos son “el
río”: un hábitat particular, un ecosistema, una economía, un estilo de vida. En
la cubierta superior del barco, sentados alegremente en la popa como el pirata
de Espronceda, vimos en una orilla Luxemburgo y en la otra Alemania, y no había
diferencia entre las dos, todo era río.
Almorzábamos en el comedor acristalado dirigiendo la vista,
ahora a uno, luego al otro lado. Comparecían hileras de casas de dos o tres
pisos pintadas en color blanco o muy claro, con techumbre a dos aguas y un
desván con ventana embutido entre los planos muy inclinados del tejado de
pizarra. Detrás de las casas asomadas al agua se alzaban en pendiente las viñas,
formando retales geométricos rigurosamente alineados. Cada pueblo tenía su
iglesia, por lo general de dos torres afiladas en forma de aguja. Casi cada
atalaya estratégica sobre el río estaba ocupada por un viejo castillo, casi siempre
en ruinas, algunos reformados para uso de una clase señorial ya no militar sino
ociosa; o bien, reconstruidos piedra a piedra según planos para la visita de
pago del turista curioso.
Dormíamos mecidos por el suave balanceo del agua y
arrullados por el ronroneo del motor de nuestro barco, el Lafayette,
matriculado en Estrasburgo: 90 m de eslora por 10 de manga, 36 camarotes dobles
para el pasaje, unos 25 tripulantes incluido el personal de servicio.
Nos levantábamos con las primeras luces del día, y a veces,
si estábamos amarrados a alguna ribera, al descorrer la cortina de nuestro
camarote veíamos cisnes. También vimos bandadas de cuervos, y somormujos,
cormoranes afanados en pescar en aguas no muy revueltas, fochas, ánades, alguna
vez un águila. Entre los juncales y las praderas sumergidas adivinamos el culebreo
de reptiles chicos. El río bullía de vida.
La Historia se ha incorporado a esta geografía unitaria y
creado divisiones y contradicciones. Distintas banderas ondean de siglo en
siglo en los mismos mástiles. Los guías nos daban el parte detallado de
atrocidades, siempre perpetradas por “los otros”. En lo de hacer distinciones
todos somos iguales, como recuerdo haberle leído a Irene Vallejo.
Pero de forma repetida el río, con una tremenda indiferencia
por nuestras pequeñas vanidades, restablece el orden preceptivo de los sumandos
mediante una catástrofe tan natural como inobjetable. Christoff, nuestro guía
de Tréveris, lo expresó de este modo: «El Mosela tiene el capricho de salirse
de madre de vez en cuando».
Iré contando algunas divagaciones inspiradas en el viaje por
este medio, y mientras tanto escribiré una crónica más ajustada y menos
subjetiva para mi amigo Jordi Ribó, que cuenta conmigo para publicarla en otro
lugar.
Mientras tanto, feliz regreso a todos los que estuvisteis
allí.
A
veces, al despertar veíamos cisnes. (Desde mi camarote al hilo del agua, amarrados en Mannheim. El cristal refleja mis manos sosteniendo el móvil para hacer la foto).