El
Marx chino de Tréveris, bien acompañado por un grupo de cruceristas pero, ay,
sin Jenny a su lado.
“Las
distancias separan las ciudades, las ciudades destruyen las costumbres.”
José
Alfredo JIMÉNEZ
Nota importante.- Esta
entrada es continuación y conclusión de otras que han ido relatando distintos
aspectos de un crucero fluvial. Para tener el panorama completo, es aconsejable
seguir el itinerario marcado por los siguientes links:
http://vamosapuntoycontrapunto.blogspot.com/2022/09/el-rio-como-estilo-de-vida.html
http://vamosapuntoycontrapunto.blogspot.com/2022/09/el-rio-como-lugar-de-paso_26.html
http://vamosapuntoycontrapunto.blogspot.com/2022/09/oro-del-rin-y-del-mosela.html
http://vamosapuntoycontrapunto.blogspot.com/2022/09/el-tiempo-y-las-catedrales.html
Entre la visita a Luxemburgo, primera ciudad de la lista,
antes incluso de subir al barco, hasta Estrasburgo, la guinda que remató el
pastel, los esforzados cruceristas nos asomamos a varias ciudades de una gran
raigambre histórica, Tréveris, Coblenza y Heidelberg, más un rincón
sorprendente, Sarreburg, una pequeña población vertical, volcada sobre el Saar con una
catedral y un castillo que se miran desde dos colinas próximas enmarcando un
centro urbano histórico provisto de una plaza coqueta y un museo apetecible,
que no pudimos ver. Fue un lugar que se nos reveló a deshora, sin guía, en un
tiempo libre para estirar las piernas antes de la cena, al concluir la primera
tarde de navegación.
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Esa mañana, Luxemburgo nos había
recibido con reserva y una cierta altivez. Como país, es muy pequeño; como
centro financiero, crucial; como ciudad, monumental, atravesada de parte a
parte por el profundo barranco en cuyo fondo discurre el río Alzette. Rebosa
bienestar. Es amplia, limpia, cartesiana, muy bella en el entorno de la
catedral y el núcleo histórico. El transporte público es gratuito, detalle que
deja muy claro el altísimo nivel de vida de la población.
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Estrasburgo, asimismo monumental, nos ofreció
una calidez humana superior. Muy consciente de su rango europeo, se nota que se
gusta a sí misma, y facilita al máximo la integración y la circulación interna de
sus muy numerosos visitantes. Abundan los rincones con encanto, los puentes cubiertos
o descubiertos, los edificios antiguos admirablemente restaurados, las
estatuas, los paseos, las fuentes y los canales. Entre sus monumentos, me llenó
de orgullo el dedicado a Gutenberg, mi “santo patrón” por así decirlo, puesto que
yo, a lo largo de toda mi vida profesional, he militado en su Galaxia. Y me llegó
al corazón el recuerdo a Albert Schweitzer, un hombre cuyo título de Nobel de
la Paz es el menos significativo de todos los que mereció por su vida de
dedicación a los humildes, los enfermos y los marginados por una civilización
eurocéntrica.
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Vimos Tréveris primero en
panorámica y luego, en una visita forzosamente rápida, reseguimos su
trayectoria histórica, a partir de la antigua basílica de Constantino, aún en
pie pero integrada en un palacio rococó que fue morada de príncipes electores
del Imperio; pasando luego por la catedral y la deliciosa plaza del Mercado, llegamos
hasta la Porta Nigra, que formaba parte de la muralla defensiva romana.
Muy cerca de ella ha sido colocada recientemente una estatua gigantesca de
Carlos Marx, regalo de la República Popular China en el segundo centenario del
nacimiento del pensador. El Consejo municipal debatió, al parecer, de forma muy
vehemente la posibilidad de rechazar el regalo indeseado ya que, como es conocido
e incluso redundante, Marx tuvo el defecto horrible de ser marxista. Su ciudad
natal no siente un gran aprecio por él; la casa en la que vivió su etapa de formación
intelectual y su precoz noviazgo con Jenny von Westphalen, solo ha merecido una
placa a la altura del primer piso, mientras que la planta baja está ocupada por
un mercadillo “Euroshop”.
La ciudad decidió finalmente aceptar el regalo sospechoso.
Cabe deducir que la razón no estuvo tanto en los méritos de Marx como en los de
China, cuya posición puntera en el comercio internacional es imposible
desconocer. Se trataba de una oferta que no era posible rechazar, como se decía
en “El Padrino” a propósito de otra cosa.
A resaltar un detalle francamente irritante: Jenny, la
esposa militante de Marx también nacida en Tréveris, se ha quedado sin estatua.
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Coblenza es una ciudad discreta y
recogida, situada en un lugar de excepción, el punto donde el Rin recibe por la
izquierda a su afluente el Mosela. Esa esquina, “eck” en alemán, ha
devenido en símbolo de exaltación nacional. En el Deutsche Eck se ha
urbanizado una plaza más o menos triangular de enormes dimensiones. Allí se
colocó, sobre una especie de templete, una estatua ecuestre desmesurada de
Guillermo I el Grande, “Wilhelm dem Grossen”, monarca prusiano elevado
al rango de emperador en 1871 después de zurrarle la badana a Napoleón III el
Pequeño, en Sedán.
La prepotencia estatuaria de dem Grossen era
inadmisible. A finales de la Segunda Gran Guerra la artillería americana se
entretuvo en hacer puntería con él, y lo que quedó fue arrojado al río por las
tropas francesas de ocupación. Encuentro esa decisión irreprochable.
Pero Wilhelm ha resucitado como el Ave Fénix, y vuelto a
ocupar su lugar canónico; ahora no como azote de gabachos, sino como precursor
de la unificación alemana. En su entorno se han colocado tres pedazos del Muro
de Berlín, en un intento de desviar la atención del respetable desde los
antiguos enemigos hacia los nuevos. Así, en efecto, se escribe la Historia.
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Teníamos que haber llegado a Heidelberg
en barco, pero las dos esclusas colocadas en el trayecto de 20 km por el Neckar
desde Mannheim eran un cuello de botella insalvable. De modo que fuimos en
autobús y por arriba. En uno de los tramos más boscosos del trayecto por
carretera, se abrió de pronto la vegetación y vimos Heidelberg a nuestros pies,
desde la altura del palacio.
La ciudad sufrió mucho en la última guerra, pero ha sido
restaurada de forma prolija. En cambio, del palacio se han dejado intactas las
ruinas, lo que vendría a indicar que han sido perdonados y olvidados los
agravios de los ejércitos aliados, pero no los de los franceses de Luis XIV,
que en 1689 causaron una mortandad al conquistar la ciudad.
Ya no hay filósofos en Heidelberg, la Universidad donde
enseñó Hegel acoge hoy estudios de Biología y de Medicina. Tampoco hay brujas,
por lo menos oficiales. Un pequeño grupo de fans intentamos llegar hasta la
Torre de las Brujas, donde encerraban a las más significadas, después de visitar
la iglesia del Espíritu Santo; pero quedaba lejos, el tiempo era justo, y
hubimos de regresar al punto de reunión sin haber conseguido dejar siquiera una
ofrenda simbólica a aquellas pioneras de la lucha contra el pensamiento único. (Tampoco,
ay, ellas tienen su estatua. ¿Hasta cuándo, Catilina?)
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Me falta hablar de dos destinos más, que no eran ciudades.
En Cochem visitamos un “típico castillo de
altura”, como consta en la guía, con cuatro puertas, muralla y fosos. Fue una
plaza fuerte de los Hohenstaufen. El lugar tiene una historia de mil años, pero
la del actual edificio es bastante más corta. En 1689 la fortaleza fue arrasada
(¡también!) por los franceses, y un particular la restauró según los planos primitivos
entre 1868 y 1877. Las fechas vienen a coincidir con las de la construcción de
los castillos de Baviera por el rey Luis II, y se ajustan al mismo gusto
historicista. Por su situación dominando el curso del Mosela y por las grandes
líneas de su arquitectura, Cochem es medieval; en los detalles arquitectónicos
y la decoración interior, se sitúa en el período Modern Style. El recorrido por
sus salas muestra detalles rocambolescos, como puertas que no dan a ninguna
parte y escaleras secretas que conducen desde las habitaciones de la servidumbre
femenina hasta el dormitorio del señor.
En Rüdesheim, una localidad ribereña
rodeada de viñas, disfrutamos de una degustación de vinos del Rin, paseamos por
calles abarrotadas de bares guinguette ocupados por una multitud
turística festiva, y tuvimos la sorpresa de conocer un museo atípico: el
Siegfrieds Mechanisches Musikkabinett, museo Siegfried de música mecánica. Una
guía con una maravillosa voz de tiple que no parecía impostada, nos dio una
charla alegre sobre toda una serie de pianolas e ingenios mecánicos, y nos
permitió escuchar melodías rancias del tipo de Lilí Marlén y Qué
será, será, dignas de la mismísima Marlene Dietrich en “El Ángel Azul”. Pasamos
un rato estupendo.
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Falta hablar de lo esencial, el grupo humano, nuestro
grupo. Pongo aquí punto final, sin embargo, y dejo ese capítulo inexcusable para
desarrollarlo en la crónica que preparo para una publicación amiga. Quienes
estuvimos sabemos bien de las buenas vibraciones que acompañaron sin desmayo la
larga excursión fluvial. Quienes no estuvisteis, podéis imaginarlo sin
dificultad. Gracias a todos.
Junto
a Albert Schweitzer, en Estrasburgo.