Nueva
York, 11 de septiembre de 2001. Imagen tomada a préstamo del muro de Facebook
de Rosa Fontanals.
Han coincidido ayer las memorias de la Diada catalana y del
golpe de Pinochet en Chile, abundantemente comentadas ambas por políticos, periodistas y tertulianos, con el duelo por
la reina de Inglaterra, Isabel II, y el fallecimiento del “rey de Redonda”
Javier Marías, glosados ambos de manera muy diferente según sensibilidades.
Podemos añadir a la carga mediática de la fecha la victoria electoral ajustada
de los socialdemócratas en Suecia, y el ascenso a la cumbre del tenis mundial
de un muchacho murciano de 19 años, en principio ascenso repentino y
sorpresivo, pero que cuenta con muchos números para afirmarse y dejar huella
duradera en la historia del deporte.
Lo que, sin embargo, no parece haber dejado huella
consistente en la memoria colectiva es aquel otro 11S (9-11 en términos
anglosajones) que ocurrió – no lo hemos soñado – en el año 2001 en la ciudad de
Nueva York y en las inmediaciones del Pentágono. Levantó en su momento una gran
polvareda, y justificó represalias armadas drásticas. Se invadió Irak, se
ahorcó a Saddam Hussein después de sacarlo del zulo en el que se ocultaba, y se
persiguió hasta la muerte en su último refugio a Osama bin Laden.
Hoy se prefiere arrinconar todos aquellos acontecimientos
poco gloriosos en el cubo de la basura del Olvido. No somos, sin embargo, Hijos
de Star Wars, como proclaman muchos espectadores fascinados por la saga
cinematográfica, sino más bien Hijos de las Twin Towers. Las desaparecidas
Torres Gemelas neoyorquinas han conformado el mundo tal como es hoy; lo que ha
seguido desde el momento estelar de la Humanidad (así lo habría titulado Stefan
Zweig) que representó su derrumbe, han sido secuelas del mismo tronco
argumental.
El politólogo Francis Fukuyama, posiblemente en un momento
de euforia etílica, había proclamado el Final de la Historia cuando implosionó
la armazón carcomida que mantenía de forma precaria en el aire a la Unión
Soviética. Hace pocas fechas hemos despedido a un testigo de excepción de
aquellos acontecimientos, Mijaíl Gorbachov. El juicio definitivo por todo lo
que ocurrió entonces, sigue aún pendiente. Muchas sabandijas siguen ocultas en
los recovecos de sus ruinas.
Pero el derrumbe de las Torres Gemelas, símbolo de
símbolos, sigue todavía más huérfano de análisis adecuados. He leído muy recientemente
que Fukuyama ha matizado de forma considerable sus declaraciones iniciales, reniega
del fin de la Historia y propone ahora soluciones socialdemocráticas. A buenas
horas. El 11 de septiembre de 2001, la Historia regresó al galope tendido, para
demostrar que el alboroto mediático motivado por la noticia de su muerte había
sido demasiado prematuro.