Los resultados de las elecciones europeas tienen una lectura
posible en positivo: ya que no un cambio de rumbo, suponen por lo menos un
frenazo brusco a la política tecnocrática de hechos consumados que en los
últimos tiempos estaba dejando escurrir la sustancia de Europa por el desagüe,
hasta dejarla vacía de sí misma. Cierto que entre las caras nuevas presentes en
el hemiciclo hay algunas jetas bien feas que pensábamos haber dejado atrás para
siempre. Pero también ese contratiempo contiene un trasfondo susceptible de una
lectura positiva: no estamos en el fin de la historia, como se nos había
anunciado; no hay una única alternativa en el horizonte. Y si todo es posible
aún, incluso lo peor, ergo, también hay una posibilidad cierta
de ir a mejor a partir de ahora.
Hay pocas esperanzas de que el presidente de la nueva comisión
sea alguien distinto de Jean-Claude Juncker (prácticamente ninguna de que lo
sea Alexis Tsipras, la mejor opción con diferencia); pero al borroso Juncker no
le va a ser posible fungir de diligente chico de los recados de la cancillera,
como hizo su antecesor con la sonrisa bobalicona que ha paseado por todos los
papeles cuchés y las pantallas de plasma de los medios del mundo mundial.
Siempre será preferible el Borroso que el Barroso. Paradójicamente quien pierde
en la nueva situación es Merkel, ganadora en su país. A menos que restablezca
el eje francoalemán por medio de una alianza estratégica con Marine Le Pen;
pero eso es más de lo que un parlamento mucho más variopinto que el anterior
podría soportar.
El panorama que se adivina no es idílico. Es de temer en el
corto plazo un encastillamiento de los Estados en sus prerrogativas
identitarias, con más dosis de ley y orden en las calles y nuevas restricciones
a la movilidad, a la inmigración y a las oportunidades de empleo en el espacio
europeo, amén de una vigilancia más rígida de las fronteras. Es lo que ha
demandado una porción significativa del electorado: más Estado y menos Europa.
Cierto que también ha crecido la opción simétricamente contraria, la que apunta
a una Europa más solidaria; pero no lo suficiente para determinar un rumbo
diferente. Es lo que hay, y los esforzados paladines de Izquierda Plural,
Podemos, Primavera Europea y otros, han de tener una conciencia aguda y
vigilante de que su trabajo no ha concluido con la difusión de los resultados
de la noche electoral, sino que empieza el día siguiente. La construcción de
Europa, ya lo dijo Jacques Delors hace muchos años, no va a ser un largo río
tranquilo.
Esto es lo que se me ocurre decir en relación a la Unión. En España la
jornada ha tenido ya algunas consecuencias. Mientras los pasajeros de la
cubierta superior del paquebote “Bipartidismo” comentan que todo se ha reducido
a un percance anecdótico y los resultados no son extrapolables a otras
realidades, los de la cubierta inferior, al verse con el agua al cuello, se han
tirado al mar sin botes salvavidas. Puede que estemos asistiendo al final de un
modo de gobernar, pero sin duda es demasiado pronto para afirmarlo de un modo
rotundo. Como ha dejado escrito José Luis López Bulla a la intención de amigos,
conocidos y saludados, lo que se ve alborear tras los montes podría ser en
efecto el ave fénix, pero no puede descartarse que se trate de un galápago (1).