miércoles, 21 de mayo de 2014

CUANDO YA SE HAN CRUZADO TODAS LAS LÍNEAS ROJAS



Cuando ya se han cruzado todas las líneas rojas, cuando se han dejado pudrir los conflictos pendientes hasta un punto de no retorno, cuando se manipulan las estadísticas oficiales para no fomentar alarmismos excesivos y todo se sigue fiando a la próxima aparición de brotes verdes en lugares donde nadie ha sembrado semillas, se instala en la política una calma extraña. Las urgencias se vacían de significado. Permanecen las formas, los procedimientos, los mecanismos, pero no hay ningún propósito que les dé sentido. Todo puede hacerse dentro de la ley, se nos dice; y no se hace nada. Todo puede discutirse siempre y cuando nada se cuestione; y claro, ni se empieza a discutir. Nos ronda el presentimiento de que se acerca el fin del mundo, pero se trata en todo caso de un dato carente de interés que conviene ocultar para no desanimar a la ciudadanía, ahora que tanto empeño está poniendo en apretarse un poco más el cinturón.

Los protocolos vigentes en las compañías aéreas y en las navieras establecen que ante una catástrofe inminente la conducta más adecuada es la de hacer como si no pasara nada. Si se ha de morir se muere, pero preferiblemente sin caer en el pánico. Es lo que hicieron los músicos del “Titanic” con admirable presencia de ánimo. Pero ellos por lo menos eran conscientes de lo que estaba a punto de ocurrir. El Dr. Strangelove de Stanley Kubrick, bautizada entre nosotros como Teléfono rojo, volamos hacia Moscú, llevaba por subtítulo original «Cómo aprendí a dejar de preocuparme y amar la bomba». En una escena de una comicidad corrosiva, el oficial británico que había conseguido del general loco la clave que podía detener el bombardeo fatal, intentaba llamar a la Casa Blanca desde la cabina de un teléfono público. La operadora se negaba a pasarle la comunicación mientras no colocase en la ranura los dos centavos que faltaban. El hombre le explicaba que no tenía suelto, que se trataba de una emergencia, que la suerte de la humanidad dependía de aquella llamada. La respuesta invariable era «Consiga esos dos centavos y yo le pasaré con el señor presidente.»