Les
propongo que me acompañen, si no representa una pérdida excesiva de su valioso
tiempo, al interior de una mansión noble de los alrededores de Sevilla,
propiedad del conde de Almaviva. Allí Fígaro, barbero y factótum del conde, prepara sus bodas con
Susana, la camarera de la condesa. Por desgracia para él, asoman en el
horizonte nubarrones negros: el conde no dará su necesaria autorización al
enlace a menos que Susana consienta en compensarlo prodigándole sus favores,
desde luego a escondidas de Fígaro y de la condesa Rosina. Esta última,
mientras, entretiene el olvido al que la condena su marido en retozos no del
todo inocentes con el paje Cherubino. A su vez, Cherubino – “mariposón
amoroso”, lo llama Fígaro – promete amor eterno a Rosina pero al mismo tiempo
chantajea a Susana (si te lo haces con el conde habrás de hacértelo también
conmigo, a menos que quieras que le cuente el pastel a tu futuro) y se entiende
con Barbarina, la hija del jardinero. Otra dama, Marcelina, ama de llaves del
conde, está decidida a frustrar la boda de Susana y ser ella misma la novia de
Fígaro, a quien tiene atado por una deuda que él no puede pagar. La situación
potencialmente explosiva se desencadena a partir del momento en que Fígaro,
enterado por Susana de los propósitos de Almaviva, decide vengarse de su amo:
«Si quiere bailar, señor condesillo, yo le acompañaré con el guitarrillo.»
Pero
la venganza de Fígaro no funciona, y provoca una violenta explosión de celos
del conde contra su esposa. Entonces quienes le preparan una trampa son la
condesa Rosina y la criada Susana, cómplices en la defensa del amor de cada una
y del respeto por ellas mismas. Susana da cita a Almaviva en un bosquecillo del
jardín que rodea la casa, asegurándole que le ofrendará las primicias de su
amor en la misma noche de bodas. Almaviva está radiante; poco antes expresaba
con rabia su negativa a facilitar la felicidad de su criado a costa de su
propia desgracia (Vedrò,
mentr’io sospiro / felice un servo mio?). Una vez celebrada la ceremonia,
es la condesa quien acude a la cita galante vestida de criada, mientras Susana
se disfraza de condesa y aguarda el desenlace en el jardín. El plan está a
punto de fracasar por la aparición sucesiva en escena de los tres gallos del
corral. En la oscuridad, Cherubino asedia sexualmente a la que él cree Susana,
hasta que lo ahuyenta la llegada de Fígaro, que se ha enterado de la cita entre
su esposa y su señor. Fígaro ve a la verdadera Susana y fingida Rosina, y corre
a proponerle un intercambio vengador: ya que el conde les pone los cuernos a
los dos, ¿por qué no pagarle con la misma moneda? ¿Sin amor?, pregunta ella.
Sustituidlo por el despecho, sugiere él. Susana reacciona con una lluvia de
bofetadas, y el ruido atrae al conde, en camino hacia su cita. Al ver juntos a
su esposa y su criado, llama a la alarma y exige justicia sumaria e inmediata
para los dos delincuentes. Aparece entonces la verdadera condesa, y la
aclaración del equívoco provocado por los disfraces concluye en un final
¿feliz?
La
comedia Las bodas de Fígaro, de Beaumarchais, tuvo tal éxito de
público en la Francia
prerrevolucionaria que su autor fue a parar a la cárcel. El argumento era
demasiado escandaloso, sobre todo por una razón: la intolerable mezcolanza de
nobles y plebeyos que intercambiaban sus personalidades y sus solicitudes en
los enredos amorosos de la trama. En una sociedad establecida a partir de
jerarquías muy definidas, la clase dominante necesitaba justificar sus
privilegios alegando una superioridad moral capaz de marcar la diferencia con
las clases subalternas.
Y
sin embargo dos genios, un compositor (Wolfgang Amadeus Mozart) y un letrista
(Lorenzo da Ponte) se propusieron convertir aquel enredo libertino en una ópera
respetable, amparada por las banderas del amor y la fidelidad conyugal. Al
personaje más problemático, Cherubino, se le adjudicó una voz de mezzosoprano,
de modo que a la vista del público pasaba a la condición de “chica disfrazada
de chico que se disfraza de chica”, y su coqueteo desvergonzado con la condesa
perdía carga explosiva. En teoría, claro. En la realidad, la película Amadeus ha descrito las dificultades por las
que pasó el proyecto Mozart-Da Ponte, debido a problemas con la mentalidad
conservadora de una sociedad bien pensante, con la religión, con la censura
imperial y con las envidias de otros músicos de la corte, Salieri y compañía.
El emperador se impuso a todos y patrocinó el estreno, pero ahí se detuvo. Le nozze di Figaro se
representó una sola vez en vida de Mozart. Es una obra maestra absoluta, la
fiesta del deseo, de un deseo plural, democrático y transgresor, que arrasa con
todas las convenciones. Nunca se ha cantado el amor sensual de una forma más
bella. Están las dos arias de Cherubino (Non
so piú cosa son, cosa faccio, y
la celebérrima Voi che
sapete), las de la condesa
(la cavatina Porgi amor, y el Dove
sono), y la de Marcelina (Il capro e la capretta), pero quiero señalar en especial la
hermosísima expresión del deseo amoroso en el aria Deh, vieni, non tardar, que
canta Susana en el jardín justo antes del Finale del último acto: Qui ridono i fioretti e l’erba è
fresca / Ai piaceri d’amor qui tutto adesca. / Vieni, ben mio, tra queste
piante ascose / Ti vo’ la fronte incoronar di rose. “Aquí ríen las flores y la hierba es
fresca, todo está dispuesto para los placeres del amor. Ven, bien mío; ocultos
entre estas plantas, coronaré de rosas tu frente.”
El Fígaro de Mozart mereció la atención del
sombrío filósofo Sören Kierkegaard, en un ensayo tituladoLos estadios
eróticos inmediatos o el erotismo musical. Cherubino, Don Giovanni y Fausto
personifican para él los tres estadios de la relación erótica, que comienza con
la indeterminación del objeto amoroso, prosigue con la seducción y finaliza en
la duda y en la angustia. No es obligado seguirle hasta el final de su
argumento, como tampoco hace falta estar de acuerdo con la asociación tal vez
demasiado traída por los pelos que establece Wilhelm Reich entre la revolución
sexual y la revolución social. Yo me he limitado aquí a señalar la condición
democrática radical del deseo amoroso, y el hecho de que, a través de la
subversión de las convenciones y las jerarquías, y de la liberación de las
ataduras sociales, apunta a un orden moral y social nuevo. Un orden en el que,
para utilizar una imagen de Goethe retomada en fecha reciente por el sociólogo
Ulrich Beck, «florece el limonero» y la vida alcanza una calidad mejor y más
grata para todos.