Para seguir el hilo general de los comentarios sucesivamente
expuestos en este blog (que es el vuestro, queridos lectores), este sería el
momento de comentar el gracioso desliz machista de don Tancredo Cañete, que se
habrá dado cuenta a posteriori de los peligros de tirarse al redondel a cuerpo
limpio y fiar únicamente, para sacar adelante su candidatura electoral, en una
facundia bravucona (y antañona) de barra de bar de tapas, amén de cuatro
apuntillos del argumentario de la
FAES , mal leídos y peor entendidos, para los momentos de
apuro en el debate.
También sería el punto adecuado para echar un par de piropos
vehementes a Alexis Tsipras y su manifiesto electoral, publicado en el blog
hermano Metiendo bulla, en el
que por fin he encontrado esa idea-guía para una Europa de los pueblos o mejor
aún del pueblo, por la que suspiraba en uno de mis anteriores comentarios.
Volveré sobre esos temas en su momento, pero voy perder (y
haceros perder a vosotros, sufridos lectores) un poco de tiempo precioso para
rendir un homenaje quizás intempestivo pero sentido a mi prima Cuquín, que se
me ha muerto en Madrid el jueves pasado.
He dicho prima, y no es del todo exacto. Pudo ser prima, tía o
algo parecido que no hemos sabido precisar nunca, porque dos varones Rodríguez,
tío y sobrino entre ellos, casaron en tiempos con dos hermanas Cirugeda, y de
uno de esos matrimonios nació mi padre, y del otro Cristina o Cuquín, además de
muchas otras personas que al cumplir el mandato divino de crecer y multiplicarse
han dado lugar a una profusión inabarcable de primos y primas de diferentes
calibres y alcances, valencianos según se dice (y los hay, en efecto), y de
otras latitudes.
Cuquín no se casó nunca, cosa sorprendente a primera vista
porque era guapa, de carácter abierto y nunca se le advirtió afición a vestir
santos. O bien no encontró el hombre adecuado, o, tesis mayoritaria entre sus
familiares, sí lo encontró pero no se dieron las circunstancias adecuadas. A
ella le gustaba repetir (pero nunca se lo atribuyó a sí misma) un dicho de tía
Concha, otra soltera incomprensible en una familia de gran afición casamentera:
«Con mi media naranja alguien se ha hecho un refresco.»
El caso es que Cuquín asumió el papel del Punto Fijo de un
péndulo familiar que oscilaba en todas las direcciones de la rosa de los
vientos. Las puertas de su casa estuvieron siempre abiertas a parientes de toda
edad, sexo y condición, y la sagacidad increíble de su mente, parecida en eso a
la de Úrsula Iguarán, consiguió llevar la cuenta de la clasificación genética
de las diferentes estirpes de josearcadios y aurelianos que los giros sucesivos
de la rueda del tiempo fueron arrojando sobre la faz de la tierra.
Cuando de forma imprevista e irreversible yo derivé hacia la
izquierda política (algo inusitado en una familia meritocrática de militares y
funcionarios, mayoritariamente patriotas, monárquicos, católicos y de derechas
con o sin Franco), encontró rápidamente la explicación, «Paquillo va engañado».
Y la ubicación genética correspondiente: «Es un Rodríguez de la Rodriguera. Lumbreras
todos, eso sí, pero sin pizca de sentido práctico.» De su bien provisto archivo
mental sacaba entonces a relucir una retahíla de casos, como el del tío X, al
que habían estafado los ahorros de su vida camelándolo para un negocio de minas
en Bolivia, o incluso el de mi propio padre, alto funcionario del ministerio de
Hacienda, que en lugar de robar como hacían otros más listos, se había quemado
las pestañas y dejado la salud en un cargo al que dedicó durante años sus
mejores esfuerzos sin ánimo de lucro. Para lo que sirve ser honrado…,
ironizaba, pero más que criticar lo que hacía era blasonar de esa incapacidad
familiar para los negocios, que trascendía en nuestro caso el defecto
individual para constituirse en un rasgo genético hereditario: «Los Rodríguez a
los duros les dan patadas.»
Desde una sólida arquitectura mental, mi prima Cuquín hizo
esfuerzos por explicarlo, comprenderlo y perdonarlo todo. Tenía una
espontaneidad impulsiva para calificar acontecimientos y personas con unos
juicios relampagueantes, casi siempre certeros. Cuando no lo eran y se daba
cuenta, le dolían muy dentro sus propias palabras: «¡Qué imprudente, Dios mío,
qué imprudente he sido!»
Volcada en la atención a los demás, y en particular en sus
últimos años al cuidado de Marichu, su hermana mayor, no prestó atención a los
achaques de su propia salud, hasta que esos achaques se le echaron encima sin
remedio posible. Sus últimas palabras, a las dos sobrinas que la acompañaban en
el momento de la misericordiosa inyección de morfina que le permitió descansar
su última media hora de vida, fueron: «Yo creo que ya me voy para arriba,
cuidad vosotras de mi hermana.»
Lo harán. Podemos ser optimistas, la ciencia de la genética nos
asegura que aparecerán en el mundo otras Cuquines que remediarán la ausencia de
la que se nos ha ido.