lunes, 12 de mayo de 2014

EL PARÉNTESIS

A José Luis López Bulla, en la estela del Primero de Mayo

El punto de partida es una frase de Alice Munro, muy aguda: «Estaban en la treintena. Una edad en la que es difícil a veces admitir que lo que uno está viviendo es su vida.»

Yo tenía treinta y un años cuando murió Franco. Treinta y tres en la época de las grandes manifestaciones por la libertad, la amnistía y el estatut de autonomía. Treinta y siete cuando una escisión en la izquierda catalana provocó un corrimiento general en las filas de la militancia y me vi proyectado de sopetón a la dirección confederal de mi sindicato. Nadie piense que hubo ninguna imposición ni apremio en dicha proyección. Se me hizo un ofrecimiento comprometido, pero perfectamente rechazable. Entendí de forma cabal el dilema: la política es eso, cuando una pieza falla se busca un recambio más o menos adecuado que esté a mano. En el caso de que también yo fallara, o de que ya de entrada no me viera con fuerzas para aceptar, otro ocuparía el puesto. Nadie es insustituible.

Ni por un momento pensé en la opción de renunciar. Quería probar. Me sentí, sin embargo, como apunta Munro: espectador interesado de una vida que me costaba admitir que era la mía. Pensé en mí mismo como el beneficiario de un privilegio no del todo merecido, y también como el suplente de un equipo de fútbol, llamado a jugar dos o tres partidos mientras el titular se recupera de una lesión. La comparación no era exacta porque yo constaba como titular a todos los efectos, pero di por descontado que alguien, la persona correcta, aparecería en cualquier momento, y entonces yo me haría a un lado. Todo se limitaría a un paréntesis en mi vida real. (Supe luego que la vida real no tiene paréntesis, uno la vive y eso es todo.)


El “paréntesis” concluyó hace mucho tiempo, a finales de los años ochenta, y mi actividad profesional pasó a centrarse en otras esferas. Quizás aquella sensación mía de provisionalidad me hizo comportarme en el desempeño de mis responsabilidades sindicales con alguna inseguridad pero, no hay mal que por bien no venga, también tuvo una ventaja incuestionable: cuando dejé el puesto lo hice por mi voluntad, y sin frustración ni resentimiento hacia nadie, como he visto que les ha ocurrido a otras personas. Desde entonces y con el paso de los años, el recuerdo de aquel tiempo se ha teñido de una nostalgia desbordada. Así pues, mi etapa de actividad sindical, la misma que pude tener alguna vez por un paréntesis transitorio en mi vida “real”, la valoro hoy como el dato fundamental de mi autobiografía.