viernes, 9 de mayo de 2014

LOS CREYENTES TAMBIÉN MATAN



El cura párroco de Canena es el último ejemplar de esa conducta tan frecuente en nuestros días de soltar la barbaridad primero y recoger velas luego, cuando aparecen las críticas mediáticas. Antes lo han sido el fulano que tiró un plátano a Dani Alves en el córner de un campo de fútbol, el que prendió fuego a la bandera española que ondeaba en el balcón de un Ayuntamiento, y la señora empresaria que criticó los planes de empleo juvenil. Y hay muchos más casos, si los buscamos. Ninguno de los citados era tan joven como para encontrar una coartada en la irreflexión. En todos ellos el gesto parece responder a un movimiento de ira irracional contra un enemigo insidioso al que se agrede de palabra o de hecho en el curso de un “calentón” por el que más tarde se pide un perdón ambiguo. “Yo no soy así”, han dicho algunos de esos protagonistas cuando se han visto retratados a sí mismos con demasiada crudeza en los medios.

Se equivocan. Sí que son así, o al menos son así también, aparte de los bellos sentimientos que sin duda les adornan en otros aspectos. Los gestos criticados escaparon en un momento dado a su control pero estaban dentro de ellos, no fueron el resultado de ningún accidente externo ni de una posesión diabólica.

Muy en particular se equivoca el señor cura de Canena. Al margen de sus explicaciones, de la solidaridad del obispado y de que sus razonamientos en el curso de un sermón de primeras comuniones hayan sido mal entendidos, se equivoca en los datos que maneja. No matan sólo los ateos, o los agnósticos, o los musulmanes; también matan los católicos creyentes. Mire a su alrededor sin anteojeras, y lo verá. Diré más. Hace treinta o cincuenta años, la violencia de género se contenía en el límite de la paliza a veces (igual que pasa ahora), y a veces no. También se mataba, sin estadísticas y con mucho menos runrún mediático, pero se mataba. No hubo ni más respeto a la mujer ni más moral (moralina, en todo caso) bajo el franquismo. Hubo la reducción de las mujeres a un gueto propio (la cocina, la iglesia, las labores, el papel de esposa y madre) y el castigo severo de la descalificación social a las que buscaban horizontes más allá de aquel molde demasiado estrecho: las frívolas, las ventaneras, las estudiantes marisabidillas, las deportistas, las divorciadas, o simplemente las modernas. En la doctrina canónica tradicional de la santa madre sigue vigente la jurisprudencia de que en una violación la culpa está compartida en los casos en que la violada «se puso en la ocasión». Y no eran ateos los inventores de ese dicho atroz: «La mujer, la pata quebrada y en casa.»

Y también bajo el franquismo, porque no hay nada nuevo bajo el sol, cuando un marido se excedía en el “merecido” (y jaleado por la iglesia) castigo a los devaneos reales o presuntos de su legítima, hasta el extremo de modificar de pronto su estado civil de casado al de viudo, justificaba a posteriori su conducta explicando a amigos y convecinos: “Yo no soy así.”