El cura párroco de Canena es el último ejemplar de esa conducta
tan frecuente en nuestros días de soltar la barbaridad primero y recoger velas
luego, cuando aparecen las críticas mediáticas. Antes lo han sido el fulano que
tiró un plátano a Dani Alves en el córner de un campo de fútbol, el que prendió
fuego a la bandera española que ondeaba en el balcón de un Ayuntamiento, y la
señora empresaria que criticó los planes de empleo juvenil. Y hay muchos más
casos, si los buscamos. Ninguno de los citados era tan joven como para
encontrar una coartada en la irreflexión. En todos ellos el gesto parece
responder a un movimiento de ira irracional contra un enemigo insidioso al que
se agrede de palabra o de hecho en el curso de un “calentón” por el que más
tarde se pide un perdón ambiguo. “Yo no soy así”, han dicho algunos de esos
protagonistas cuando se han visto retratados a sí mismos con demasiada crudeza
en los medios.
Se equivocan. Sí que son así, o al menos son así también, aparte de los bellos sentimientos que
sin duda les adornan en otros aspectos. Los gestos criticados escaparon en un
momento dado a su control pero estaban dentro de ellos, no fueron el resultado
de ningún accidente externo ni de una posesión diabólica.
Muy en particular se equivoca el señor cura de Canena. Al margen
de sus explicaciones, de la solidaridad del obispado y de que sus razonamientos
en el curso de un sermón de primeras comuniones hayan sido mal entendidos, se
equivoca en los datos que maneja. No matan sólo los ateos, o los agnósticos, o
los musulmanes; también matan los católicos creyentes. Mire a su alrededor sin
anteojeras, y lo verá. Diré más. Hace treinta o cincuenta años, la violencia de
género se contenía en el límite de la paliza a veces (igual que pasa ahora), y
a veces no. También se mataba, sin estadísticas y con mucho menos runrún
mediático, pero se mataba. No hubo ni más respeto a la mujer ni más moral
(moralina, en todo caso) bajo el franquismo. Hubo la reducción de las mujeres a
un gueto propio (la cocina, la iglesia, las labores, el papel de esposa y
madre) y el castigo severo de la descalificación social a las que buscaban
horizontes más allá de aquel molde demasiado estrecho: las frívolas, las
ventaneras, las estudiantes marisabidillas, las deportistas, las divorciadas, o
simplemente las modernas. En la doctrina canónica tradicional de la santa madre
sigue vigente la jurisprudencia de que en una violación la culpa está
compartida en los casos en que la violada «se puso en la ocasión». Y no eran
ateos los inventores de ese dicho atroz: «La mujer, la pata quebrada y en
casa.»
Y también bajo el franquismo, porque no hay nada nuevo bajo el
sol, cuando un marido se excedía en el “merecido” (y jaleado por la iglesia)
castigo a los devaneos reales o presuntos de su legítima, hasta el extremo de
modificar de pronto su estado civil de casado al de viudo, justificaba a
posteriori su conducta explicando a amigos y convecinos: “Yo no soy así.”