Mi relación de lector con Marcel Proust distó mucho de ser el
clásico flechazo. De hecho, utilicé el primer volumen de Du côté de chez Swann, en la edición de Gallimard, como
ejercicio de prácticas de lengua francesa al que recurrir en las horas libres
del campamento de mi primer año de milicias universitarias. Leía y anotaba en
un cuaderno las palabras que no conocía con la página correspondiente, para
buscarlas en el diccionario más adelante. (El diccionario no cabía en el
reducido espacio que me correspondía sobre el petate, en mi tienda modelo
“quince bajo la lona”).
De modo que tardé bastante en engancharme. Primero hube de
superar el aburrimiento ante lo que me pareció una redacción enrevesada y
fatigosa sobre vaciedades provincianas (la iglesia de Combray, la tía Léonie,
la criada Françoise, el seto de los majuelos – la haie des aubépines – que delimitaba la propiedad
vecina del señor Swann, el beso materno del que una visita intempestiva estuvo
a punto de privar al niño protagonista antes de dormirse). De no durar tres
meses el campamento, de no haber sido aquel un verano aciago para la concesión
de permisos y pases pernocta, o de haber tenido espacio para incluir más libros
en mi rincón de la tienda de campaña, nunca habría vuelto a pensar en Proust.
Fue la desesperación la que me empujó; la Recherche me aburría, pero me aburría mucho
más la rutina de ejercicios diarios mosquetón al hombro, de modo que mi
experiencia lectora se prolongó lo bastante para empezar a entrever en la
composición de aquella historia prolija algunos hitos no diseminados al azar
sino que delimitaban un trayecto, una arquitectura rigurosa. El narrador
simulaba avanzar tanteando su camino al acaso, pero cada uno de sus pasos
estaba cuidadosamente medido y calculado. La fascinación acabó por suceder al
aburrimiento, aunque eso sucedió cuando hacía años que la mili era ya sólo el
recuerdo de un temps perdu. Asumí por fin que me encontraba
delante de un libro inimitable, una obra de arte que se ajustaba a los
contornos de la vida hasta sustituirla por entero, absorber toda su sustancia y
reordenarla de un modo más comprensible y gratificante para nosotros que el
transcurrir real de nuestra experiencia.
De hecho, la idea de la sumisión de la vida individual a una
realidad que la trasciende, la ordena y le da sentido, es algo expresado de
forma explícita en la misma obra de Proust. Quizás el mejor ejemplo es la
muerte de Bergotte, un fragmento de La
prisonnière en el que, según
parece, estuvo trabajando Proust la noche anterior a su muerte. El literato
Bergotte, un trasunto en ocasiones de John Ruskin, en otras de Anatole France,
y en otras aún del mismo autor, se encuentra enfermo en su casa y lee en el
periódico la reseña de una exposición de obras de pintores holandeses prestadas
por el museo de La Haya. El
crítico se extiende en elogios del cuadro Vista
de Delft, de un artista poco
conocido, Ver Meer en la grafía de la época, y elogia en particular un detalle
de la pintura, un pequeño lienzo de pared amarillo tan bien pintado que,
expuesto por sí solo, semejaría una preciosa laca china. Bergotte juzga
imprescindible ir a ver aquella obra, a pesar de su estado de salud precario.
En la vida real, la exposición de pintura holandesa tuvo lugar
entre los meses de abril y junio de 1921 en el Jeu de Pomme de Paris, y el
crítico que hizo la comparación con la laca china fue Louis Vaudoyer. El 21 de
mayo, a las nueve y cuarto de la mañana (la hora en que Proust tenía por
costumbre acostarse, después de pasar la noche enfrascado en la escritura), el
chófer de Marcel fue a recoger a Vaudoyer a su casa y los dos amigos acudieron
juntos a la exposición. Proust sufrió tres terribles mareos consecutivos, y
hubo de apoyarse en el crítico para poder llegar casi a rastras al lugar donde
estaba colgado el cuadro de Vermeer. Contempló largo rato las figuras azules
sobre la arena rosa de la desembocadura del río, los tejados con gabletes rojos
y azulados, y el lienzo de pared amarillo limitado por el tejadillo de la
ventana de una buhardilla. Determinó que estaba viendo «el cuadro más bello del
mundo».
Proust sobrevivió a la experiencia; su amigo Vaudoyer le hizo
varias fotos en la explanada del Jeu de Pomme y luego fueron juntos a comer al
Ritz. Pero en su obra eligió para la muerte de Bergotte las circunstancias de
la visita a la exposición. Bergotte atribuye su malestar a unas patatas mal
cocidas de la cena de la noche anterior, y camina con mucho esfuerzo hasta
situarse delante del cuadro de Vermeer.«Así debía haber escrito, se dijo a
sí mismo. Mis últimos libros son demasiado secos, tendría que haberles dado más
capas de color, hacer de cada frase algo precioso como este pequeño lienzo de pared
amarillo.» Su mareo se
agrava. Le parece ver, en una balanza celeste, su vida en un platillo, y en el
otro aquella pared amarilla tan bien pintada; y siente que ha dado
imprudentemente la primera a cambio de la segunda. Se sienta en un canapé,
repite obsesivamente «pequeño lienzo de pared amarillo, pequeño lienzo de pared
amarillo…» y recupera el optimismo al sentir algún alivio. Pero entonces un
nuevo ataque de uremia lo fulmina y cae muerto sobre el suelo de la sala.
¿Muerto para siempre?, se pregunta el narrador. ¿Quién puede decirlo? «No hay ninguna razón en nuestras
condiciones de vida en este mundo para que nos creamos obligados a hacer el
bien, a ser delicados, corteses incluso, ni para que el artista ateo se crea
obligado a recomenzar veinte veces un fragmento que atraerá una admiración que
importará muy poco a su cuerpo comido por los gusanos, como el lienzo de pared
amarillo pintado con tanta ciencia y refinamiento por un artista desconocido
para siempre, identificado apenas con el nombre de Ver Meer. Todas esas
obligaciones, que no tienen reconocimiento en la vida presente, parecen
pertenecer a un mundo diferente, fundamentado en la bondad, el escrúpulo, el
sacrificio, un mundo enteramente diferente de éste, y del que nacemos para
vivir en esta tierra antes tal vez de regresar a vivir de nuevo bajo el imperio
de esas leyes desconocidas a las que hemos obedecido porque llevábamos sus
enseñanzas en nuestro interior, sin saber quién las había impreso allí – esas
leyes a las que nos aproxima todo trabajo profundo de nuestra inteligencia, y
que sólo son invisibles para los tontos, ¡y aún! –. De modo que la idea de que
Bergotte no había muerto para siempre no es inverosímil.» (La traducción es mía. No he
leído nunca a Proust en español, y no creo que sea una buena idea.)