domingo, 25 de mayo de 2014

EL LIENZO DE PARED AMARILLO


Mi relación de lector con Marcel Proust distó mucho de ser el clásico flechazo. De hecho, utilicé el primer volumen de Du côté de chez Swann, en la edición de Gallimard, como ejercicio de prácticas de lengua francesa al que recurrir en las horas libres del campamento de mi primer año de milicias universitarias. Leía y anotaba en un cuaderno las palabras que no conocía con la página correspondiente, para buscarlas en el diccionario más adelante. (El diccionario no cabía en el reducido espacio que me correspondía sobre el petate, en mi tienda modelo “quince bajo la lona”).

De modo que tardé bastante en engancharme. Primero hube de superar el aburrimiento ante lo que me pareció una redacción enrevesada y fatigosa sobre vaciedades provincianas (la iglesia de Combray, la tía Léonie, la criada Françoise, el seto de los majuelos – la haie des aubépines – que delimitaba la propiedad vecina del señor Swann, el beso materno del que una visita intempestiva estuvo a punto de privar al niño protagonista antes de dormirse). De no durar tres meses el campamento, de no haber sido aquel un verano aciago para la concesión de permisos y pases pernocta, o de haber tenido espacio para incluir más libros en mi rincón de la tienda de campaña, nunca habría vuelto a pensar en Proust. Fue la desesperación la que me empujó; la Recherche me aburría, pero me aburría mucho más la rutina de ejercicios diarios mosquetón al hombro, de modo que mi experiencia lectora se prolongó lo bastante para empezar a entrever en la composición de aquella historia prolija algunos hitos no diseminados al azar sino que delimitaban un trayecto, una arquitectura rigurosa. El narrador simulaba avanzar tanteando su camino al acaso, pero cada uno de sus pasos estaba cuidadosamente medido y calculado. La fascinación acabó por suceder al aburrimiento, aunque eso sucedió cuando hacía años que la mili era ya sólo el recuerdo de un temps perdu. Asumí por fin que me encontraba delante de un libro inimitable, una obra de arte que se ajustaba a los contornos de la vida hasta sustituirla por entero, absorber toda su sustancia y reordenarla de un modo más comprensible y gratificante para nosotros que el transcurrir real de nuestra experiencia.

De hecho, la idea de la sumisión de la vida individual a una realidad que la trasciende, la ordena y le da sentido, es algo expresado de forma explícita en la misma obra de Proust. Quizás el mejor ejemplo es la muerte de Bergotte, un fragmento de La prisonnière en el que, según parece, estuvo trabajando Proust la noche anterior a su muerte. El literato Bergotte, un trasunto en ocasiones de John Ruskin, en otras de Anatole France, y en otras aún del mismo autor, se encuentra enfermo en su casa y lee en el periódico la reseña de una exposición de obras de pintores holandeses prestadas por el museo de La Haya. El crítico se extiende en elogios del cuadro Vista de Delft, de un artista poco conocido, Ver Meer en la grafía de la época, y elogia en particular un detalle de la pintura, un pequeño lienzo de pared amarillo tan bien pintado que, expuesto por sí solo, semejaría una preciosa laca china. Bergotte juzga imprescindible ir a ver aquella obra, a pesar de su estado de salud precario.

En la vida real, la exposición de pintura holandesa tuvo lugar entre los meses de abril y junio de 1921 en el Jeu de Pomme de Paris, y el crítico que hizo la comparación con la laca china fue Louis Vaudoyer. El 21 de mayo, a las nueve y cuarto de la mañana (la hora en que Proust tenía por costumbre acostarse, después de pasar la noche enfrascado en la escritura), el chófer de Marcel fue a recoger a Vaudoyer a su casa y los dos amigos acudieron juntos a la exposición. Proust sufrió tres terribles mareos consecutivos, y hubo de apoyarse en el crítico para poder llegar casi a rastras al lugar donde estaba colgado el cuadro de Vermeer. Contempló largo rato las figuras azules sobre la arena rosa de la desembocadura del río, los tejados con gabletes rojos y azulados, y el lienzo de pared amarillo limitado por el tejadillo de la ventana de una buhardilla. Determinó que estaba viendo «el cuadro más bello del mundo».


Proust sobrevivió a la experiencia; su amigo Vaudoyer le hizo varias fotos en la explanada del Jeu de Pomme y luego fueron juntos a comer al Ritz. Pero en su obra eligió para la muerte de Bergotte las circunstancias de la visita a la exposición. Bergotte atribuye su malestar a unas patatas mal cocidas de la cena de la noche anterior, y camina con mucho esfuerzo hasta situarse delante del cuadro de Vermeer.«Así debía haber escrito, se dijo a sí mismo. Mis últimos libros son demasiado secos, tendría que haberles dado más capas de color, hacer de cada frase algo precioso como este pequeño lienzo de pared amarillo.» Su mareo se agrava. Le parece ver, en una balanza celeste, su vida en un platillo, y en el otro aquella pared amarilla tan bien pintada; y siente que ha dado imprudentemente la primera a cambio de la segunda. Se sienta en un canapé, repite obsesivamente «pequeño lienzo de pared amarillo, pequeño lienzo de pared amarillo…» y recupera el optimismo al sentir algún alivio. Pero entonces un nuevo ataque de uremia lo fulmina y cae muerto sobre el suelo de la sala. ¿Muerto para siempre?, se pregunta el narrador. ¿Quién puede decirlo? «No hay ninguna razón en nuestras condiciones de vida en este mundo para que nos creamos obligados a hacer el bien, a ser delicados, corteses incluso, ni para que el artista ateo se crea obligado a recomenzar veinte veces un fragmento que atraerá una admiración que importará muy poco a su cuerpo comido por los gusanos, como el lienzo de pared amarillo pintado con tanta ciencia y refinamiento por un artista desconocido para siempre, identificado apenas con el nombre de Ver Meer. Todas esas obligaciones, que no tienen reconocimiento en la vida presente, parecen pertenecer a un mundo diferente, fundamentado en la bondad, el escrúpulo, el sacrificio, un mundo enteramente diferente de éste, y del que nacemos para vivir en esta tierra antes tal vez de regresar a vivir de nuevo bajo el imperio de esas leyes desconocidas a las que hemos obedecido porque llevábamos sus enseñanzas en nuestro interior, sin saber quién las había impreso allí – esas leyes a las que nos aproxima todo trabajo profundo de nuestra inteligencia, y que sólo son invisibles para los tontos, ¡y aún! –. De modo que la idea de que Bergotte no había muerto para siempre no es inverosímil.»  (La traducción es mía. No he leído nunca a Proust en español, y no creo que sea una buena idea.)