El debate del
estado de la nación nos ha dejado la imagen de un Mariano
Rajoy con las constantes vitales próximas a los mínimos de subsistencia.
Aquella impenetrable coraza de cara dura con la que sobrenadaba el largo rosario
de noticias diarias, monótonamente repetitivas, de corrupción en sus filas; aquella
aguda visión de estadista, consistente en verlas venir sin mover un dedo; aquella
inquebrantable impavidez con la que anunciaba en exclusiva la visión de brotes
verdes y luces al final de los túneles, incluso en lo más recio de la tormenta
financiera, todo pertenece ya al pasado. Incluso en la bonanza de las cifras
estadísticas de la macroeconomía y al socaire de un poder judicial exquisitamente
sensible a las indicaciones que destellan de los semáforos de la gobernanza de
la nación, Mariano no ha tenido la capacidad de seguir siendo igual a sí mismo.
Ha sido patético, para utilizar una expresión que él adjudicó a otro pero que,
reflejada por un eco burlón, ha ido a recaer sobre su persona. Las pantallas de
plasma y los medios informativos han registrado con fidelidad, junto a las
huellas consabidas de su ADN peculiar, muchos pequeños signos premonitorios de
decadencia, de fin de ciclo, de postrimería.
Como la historia
tiende a repetirse en clave de comedia, las elites vicarias que rodean al poder
abrigadas a su calorcillo, se hacen fotos de familia con sonrisas pascuales,
mientras entre bambalinas todos riñen en sordina y se entretienen en zancadillas
recíprocas. Los conspires se multiplican. Cada cual de entre los palmeros
contumaces de Mariano busca asegurarse un lugar al sol en el previsible nuevo
orden que sucedería a un cataclismo electoral. Y resurge de entre las sombras
del pasado la figura del viejo caudillo lanzando mensajes crípticos con aires
de pitonisa de Delfos, mientras un Bárcenas exclaustrado
exhibe en Baqueira sus esquíes nuevos.
Hubo en tiempos un
tardofranquismo lánguido como un atardecer de verano, y estamos ahora mismo en
un tardomarianismo sincopado por la aceleración exponencial de los tiempos de
la política. Entonces morían cuarenta años de régimen; ahora, tan solo cuatro. Cuatro,
nada más. ¡Pero nos parecen tantos!