El mono de Forges
no nos acompañará más por las mañanas. Es una pérdida mínima si se quiere, pero
muy dolorosa. La vida habrá doblado otra esquina de forma irreversible. La
sonrisa de Forges, o de Antonio Fraguas, nos ha acompañado diariamente durante
cincuenta años. Eso tiene un valor.
Más valor añadido aún
tuvo, para mi generación en particular, el momento de su aparición. Todo era
muy oscuro en los años sesenta, cuando intentábamos despuntar, y Forges fue un
modelo de cordura, de ironía, de raro sentido común, valga el oxímoron. “Mariano”
y “Concha”, sus personajes arquetípicos urbanos (en lo rural estaban la señá
Blasa y Blasillo; en lo puramente surreal, las dos parejas de barbudos, la de los
náufragos y la de la travesía del desierto), nos impusieron la fuerza cómica irresistible
de sus contradicciones, tan asumidas como insalvables. Nos reíamos, no “de”
ellos, sino más bien “con” ellos. Mariano y Concha asimilaban y reelaboraban los
temas, las inquietudes, los tópicos y las consignas del momento. Un ejemplo,
para que no me digan que lo dejo todo en abstracto. Aquel grito de guerra desde
el cuarto de baño: «¡Mariano! ¡Escucha! ¡Tu Concha está en la ducha!»
No pudo ser más
allá del 65 o el 66 como muy tarde (yo estudiaba entonces la carrera de Derecho
en Madrid), cuando mi amigo Mario Trinidad me contó muerto de risa que había
estado en un guateque de gente guapa la tarde anterior (paréntesis: ahora un
guateque sería un artefacto absolutamente sin sentido, pero entonces canalizaba
las energías sexuales de los jóvenes bajo el manto protector de una tolerancia
ceñuda por parte del franquismo sociológico y del altar), y dos preciosas
jovencitas de tacón alto y largas melenas pasadas por la plancha dijeron que
conocían mucho a Forges, eran vecinas de la familia.
─ ¿Y cómo es él en
vivo, al margen de sus dibujos? ─ se interesó Mario, y la respuesta de las
nínfulas llegó, tan surrealista como un mono del propio autor:
─ Uy, es un “pijín”.