¿Tiene el
periodismo la obligación moral de resultar incómodo para el poder? Esta viene a
ser la tesis de “Los archivos del Pentágono”, una película de Steven Spielberg
que vi el otro día con enorme regocijo, porque era buen cine y porque la tesis de
fondo me pareció buena también, aunque dudo mucho que los acontecimientos
reales, y más en particular las motivaciones de los protagonistas del evento, se
ajustaran en todo a lo que nos cuenta el magnífico guión de la película.
Si el periodismo
sirve a la opinión, y la opinión es el mejor freno posible a la tendencia
permanente del poder a sobrepasar sus funciones constitucionales y abusar de su
posición preeminente, habremos de convenir todos en que el
periodismo, en tanto que servicio público, tiene en efecto la obligación de
cantarle al poder las verdades del barquero.
La otra vertiente
del periodismo – su zona de sombra – es que se trata de un negocio privado, y
en esta faceta resulta demasiado sensible a cuestiones tales como la rentabilidad
del producto y el flujo de los beneficios, cuyo tratamiento exige por lo
general una relación cordial con los representantes constituidos del
poder político, sean ellos del color y tendencia que fueren.
He aquí una
contradicción bastante engorrosa. Por lo general, entre la propiedad de la
cabecera y la dirección profesional de un medio informativo se producen diariamente
roces mal disimulados; y entre la dirección y la redacción (en tiempos hubo
comités de redacción, que representaban y defendían al conjunto de la plantilla
en los aspectos laboral y profesional; tengo entendido que aquel invento
feneció, ahogado por las exigencias de la modernidad neoliberal). El director
del periódico y el jefe de redacción suelen encontrarse entre la espada y la
pared, obligados a compromisos difíciles entre las exigencias de la propiedad
en cuanto a la suavidad de trato que debe dispensarse a los poderes
constituidos, incluida toda clase de matices diferenciadores entre ellos; y del
otro lado, las/los profesionales de a pie, que reclaman su derecho a contar las
cosas tal como son o al menos como las han visto ellas/ellos en su trabajo diario
de investigación a ras de suelo. En demasiadas ocasiones, el pulso desde abajo se resuelve con el despido de los más montaraces. No hace falta dar nombres y fechas, por ejemplo en el diario El País.
Pues bien, precisamente el
diario El País ha recibido el premio internacional de periodismo Rey de España,
como “medio de comunicación más destacado de Iberoamérica”. Es la primera vez
que se entrega dicho galardón, leo.
No hacía ninguna
falta un premio Rey de España de periodismo. Estaría en el mismo orden
de cosas dar un premio al sindicato más destacado del año, o incluso ¿por qué
no?, al partido político elegido como “mejor” a juicio de la Corona. Que el
poder premie la actividad de entidades que se mueven en el terreno social y tienen
a gala (o deberían tenerla) precisamente su independencia del poder, es una
muestra indisimulada del deseo de aproximar más aún tales entidades al poderoso
imán atractivo que el poder establecido ejerce ya de por sí.
Si el premio de
periodismo Rey de España se da este año por primera vez a un medio de
comunicación, señalándolo entre todos, y se da precisamente a El País, ese
hecho dice mucho acerca del rey de España, y acerca del medio premiado. El País
queda “transfigurado”, en el mismo sentido de lo que ocurrió según ciertas
crónicas hace dos mil años en el monte Tabor, cuando el dedo divino del
Altísimo señaló entre todos los mortales a uno determinado y dejó en el aire
esta sentencia: «Este es mi hijo muy amado, en quien tengo puestas mis
complacencias.»
Nadie, pues, podrá
llamarse a engaño. Cada cual extraerá del hecho objetivo en sí las conclusiones
que considere pertinentes.