sábado, 3 de febrero de 2018

LA TRINCHERA DEL PERIODISMO


¿Tiene el periodismo la obligación moral de resultar incómodo para el poder? Esta viene a ser la tesis de “Los archivos del Pentágono”, una película de Steven Spielberg que vi el otro día con enorme regocijo, porque era buen cine y porque la tesis de fondo me pareció buena también, aunque dudo mucho que los acontecimientos reales, y más en particular las motivaciones de los protagonistas del evento, se ajustaran en todo a lo que nos cuenta el magnífico guión de la película.
Si el periodismo sirve a la opinión, y la opinión es el mejor freno posible a la tendencia permanente del poder a sobrepasar sus funciones constitucionales y abusar de su posición preeminente, habremos de convenir todos en que el periodismo, en tanto que servicio público, tiene en efecto la obligación de cantarle al poder las verdades del barquero.
La otra vertiente del periodismo – su zona de sombra – es que se trata de un negocio privado, y en esta faceta resulta demasiado sensible a cuestiones tales como la rentabilidad del producto y el flujo de los beneficios, cuyo tratamiento exige por lo general una relación cordial con los representantes constituidos del poder político, sean ellos del color y tendencia que fueren.
He aquí una contradicción bastante engorrosa. Por lo general, entre la propiedad de la cabecera y la dirección profesional de un medio informativo se producen diariamente roces mal disimulados; y entre la dirección y la redacción (en tiempos hubo comités de redacción, que representaban y defendían al conjunto de la plantilla en los aspectos laboral y profesional; tengo entendido que aquel invento feneció, ahogado por las exigencias de la modernidad neoliberal). El director del periódico y el jefe de redacción suelen encontrarse entre la espada y la pared, obligados a compromisos difíciles entre las exigencias de la propiedad en cuanto a la suavidad de trato que debe dispensarse a los poderes constituidos, incluida toda clase de matices diferenciadores entre ellos; y del otro lado, las/los profesionales de a pie, que reclaman su derecho a contar las cosas tal como son o al menos como las han visto ellas/ellos en su trabajo diario de investigación a ras de suelo. En demasiadas ocasiones, el pulso desde abajo se resuelve con el despido de los más montaraces. No hace falta dar nombres y fechas, por ejemplo en el diario El País.
Pues bien, precisamente el diario El País ha recibido el premio internacional de periodismo Rey de España, como “medio de comunicación más destacado de Iberoamérica”. Es la primera vez que se entrega dicho galardón, leo.
No hacía ninguna falta un premio Rey de España de periodismo. Estaría en el mismo orden de cosas dar un premio al sindicato más destacado del año, o incluso ¿por qué no?, al partido político elegido como “mejor” a juicio de la Corona. Que el poder premie la actividad de entidades que se mueven en el terreno social y tienen a gala (o deberían tenerla) precisamente su independencia del poder, es una muestra indisimulada del deseo de aproximar más aún tales entidades al poderoso imán atractivo que el poder establecido ejerce ya de por sí.
Si el premio de periodismo Rey de España se da este año por primera vez a un medio de comunicación, señalándolo entre todos, y se da precisamente a El País, ese hecho dice mucho acerca del rey de España, y acerca del medio premiado. El País queda “transfigurado”, en el mismo sentido de lo que ocurrió según ciertas crónicas hace dos mil años en el monte Tabor, cuando el dedo divino del Altísimo señaló entre todos los mortales a uno determinado y dejó en el aire esta sentencia: «Este es mi hijo muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias.»
Nadie, pues, podrá llamarse a engaño. Cada cual extraerá del hecho objetivo en sí las conclusiones que considere pertinentes.