sábado, 24 de febrero de 2018

DE LA CARIDAD COMO SOCALIÑA


Socaliña es, según definición del diccionario de la Academia, el ardid por el que se sonsaca a alguien lo que no está obligado a dar. No hay ejemplo más apabullante de la mercantilización descarnada de las relaciones humanas bajo el imperio del capitalismo neoliberal dominante que la utilización del impulso caritativo de personas e instituciones como fuente extractiva de ingresos pingües para personas que se autodesignan como gestoras de buena voluntad de las ayudas humanitarias.
No hay ejemplo más apabullante, así pues, de lo antes dicho que la orgía con prostitutas locales montada por la organización no gubernamental Oxfam después del terremoto de Haití, con dineros de la ayuda recabada para paliar la catástrofe.
Es un caso aislado, no lo niego. Como tantos otros, empero. En un mundo egoísta en el que, como ha afirmado en fecha reciente nuestro primer ministro, “nadie da algo por nada” (1), el florecimiento invasivo de las ONGs subvencionadas resulta, como mínimo, sospechoso.
No estoy atacando la existencia de ONGs con fines altruistas, ni me posiciono en contra de las subvenciones estatales para tales fines. Apunto únicamente al hecho de que en la cuestión de las subvenciones a entidades sin ánimo de lucro reina más la opacidad que la transparencia; a que en la propaganda lacrimosa de algunas sociedades benéficas aparece con mayor frecuencia la posverdad que la verdad; a que convendría averiguar mejor extremos tales como quién da las subvenciones y con qué criterios; y quién las recibe, y qué uso concreto y pormenorizado hace de ellas. Este no debería ser un tráfico oscuro de privilegios ni una fuente colateral de ingresos no declarados para las personas que de un lado se lucran con la distribución de las subvenciones (asegurándose su tres por ciento a cambio del favor, porque “nadie da algo por nada”), y del otro lado con una administración de la caridad bien entendida (es decir, la que empieza por uno mismo), a gran escala.
El primer deber de la ética, si la ética no ha desaparecido aún de la superficie de la aldea global, es el de retirar las tapaderas utilizadas por la hipocresía en beneficio propio, y dejar que se oreen al aire fresco los tapujos.


(1) Es posible afirmar ya con bastante fiabilidad que, al menos en esta cuestión, Mariano Rajoy predica con el ejemplo.