Buenos días, señora
o caballero, este es un tutorial para enseñarle a odiar de la forma adecuada y
sin ninguna clase de inconvenientes ni efectos secundarios.
Partimos del supuesto
de que dispone usted en su interior de una carga considerable de odio visceral.
Eso no debe preocuparle: todo el secreto consiste en descargarla en la
dirección adecuada. Sí, existe en la legislación un delito de odio, pero se
trata exclusivamente de castigar el odio que circula en direcciones inadecuadas.
De no darse esta circunstancia el odio, incluso desmesurado, es del todo inocuo,
y no produce escozores ni deja rastro de mal olor.
Pongamos un ejemplo
de manual para aclarar el concepto. Si usted asiste a un partido de fútbol, el
ticket de entrada le da pleno derecho a entonar cánticos en los que señale a
uno o más jugadores del equipo visitante de cabrón, hijoputa y maricón. Puede
incluso llegar al “X muérete”, donde X no es el jugador odiado/odioso sino su
hijo de corta edad. Todo es correcto. No pasa nada. Por lo menos mientras el
jugador objeto de su odio no sea africano; en cuyo caso sería usted un racista,
y eso está muy mal visto en la escala internacional homologada de odiadores. Evítelo.
Tenga en cuenta en adelante que lo políticamente correcto es odiar únicamente a
personas de su mismo color de piel.
Atienda bien ahora,
porque nos adentramos en un terreno de mayor dificultad. Si el jugador (de raza
blanca) odiado por usted incurre en la desfachatez de marcar un gol a su equipo
y lo celebra con gestos de hacerle callar, le está provocando. Se entiende que
ese jugador le odia a usted delictivamente, y debe ser castigado por ello. Hay,
de otro lado, una faceta positiva en el odio exhibido por ese jugador al
mandarle callar: su función profiláctica, de gran utilidad porque justifica retrospectivamente
los insultos que usted le había dedicado. Usted tiene pleno derecho a la
libertad de expresión; él, no.
Esa es por lo menos
la argumentación proporcionada por don Javier Tebas, el baranda de LaLiga,
después de unos sucesos bastante penosos en el estadio de Cornellà,
circunstancia esta última, dicho sea de pasada, sobre la que conviene pasar de
puntillas porque insistir en la localización geográfica viene a significar –
por alguna razón que se me escapa – menosprecio tanto al club propietario como
a todo el populoso municipio de Cornellà.
Así estamos. Por un
lado, odio a capazos; por el otro, tiquismiquis propios de la señora baronesa cuando
ve un pelo de gato en la alfombra.
Todo lo cual no
sería más que una anécdota insustancial de no ser porque se está acusando
también de delito de odio a quienes han denunciado el comportamiento mesurado,
proporcionado y ejemplar de la fuerza pública el pasado día uno de octubre en
Cataluña. El control rigurosísimo hacia un lado lo compensan nuestras autoridades
con la laxitud más desenfadada hacia el otro. ¿Hay entonces dos clases de
ciudadanos con derechos desiguales en nuestro país? No es eso lo que se afirma
en el articulado de nuestra Constitución (la de todos). Ni siquiera se afirma
tal cosa en el artículo 155, que ahora parece tomarse como exutorio para
desfogar viejos odios demasiado tiempo reprimidos.