lunes, 26 de febrero de 2018

SIN VER QUE SOIS LA OCASIÓN


El pecado original en el embrollo que padecemos en estos momentos en Cataluña es la concepción ampliamente dominante de que las autonomías son organismos de descentralización administrativa de las tareas corrientes de un Estado monolítico; y no, como se afirma en la Constitución aún vigente, instituciones de autogobierno.
La Constitución tiene estas sorpresas. Unos la denigran y quieren emprender su desguace urgente a toda costa (aviso a navegantes y podemitas: la que venga detrás podría ser bastante peor). Otros juran por ella siete veces al día, pero la retuercen y manipulan en función de sus intereses particulares. El Tribunal Constitucional ha amparado algunos de estos retorcimientos infames (las reformas laborales, por poner un ejemplo señero; las enmiendas a una reforma del Estatut de Catalunya aprobada previamente en cortes y en referéndum), y ha anulado otros (reciente sentencia sobre la LOMCE y su aplicación en Cataluña), desde criterios abstractos de técnica jurídica y sin atender a las normas humanas de convivencia que son las que facilitan la cohesión de una sociedad.
El resultado es que estamos hechos unos zorros, empobrecidos y divididos. El empleo se hunde, solo sobrenadan del naufragio las cifras estadísticas, según las cuales cincuenta y dos contratos de fin de semana a tiempo parcial equivalen a cincuenta y dos puestos de trabajo, en lugar de equivaler a uno y precario, como es la percepción real. Los fondos públicos de las pensiones se saquean impunemente desde el gobierno, que luego advierte a los pensionistas que habrán de buscarse la vida porque el sistema no es sostenible. No es sostenible, en efecto, un saqueo tan repetido.
Y las autonomías se enfrentan entre ellas por el maná caído del cielo protector del Estado, en lugar de buscar formas de cooperación y de potenciación de las sinergias. Cataluña, ejemplo mayúsculo de esta aberración, ha pretendido durante mucho tiempo una relación fiscal bilateral con el Estado, y al no conseguirla ha proclamado simbólicamente la república virtual catalana, radicada en Neverland, la isla de Peter Pan a la que se llega por vía aérea con ayuda de polvo de hada, y girando después de la segunda estrella a la derecha para seguir todo derecho hasta la mañana.
El gobierno ha tomado buena nota de la conveniencia de tales soluciones mágicas, y ha propinado otra a través del 155, un artículo de la Constitución previsto seguramente para otra cosa. Lo malo es que, en la visión del gobierno, el 155 es ya la solución, y no el STOP a partir del cual sería necesario emprender una vía nueva de negociación capaz de aportar soluciones forzosamente inéditas.
El gobierno de España desea un govern de Cataluña amigo, en primer lugar, y a continuación una Cataluña también amiga, que hable mayoritariamente castellano y piense también en castellano.
Va a ser que no. Si se repasan los viejos memoriales de agravios, se verá que los Decretos de Nueva Planta ya se dictaron en su momento, y que desde entonces ha corrido mucha agua bajo los puentes. Toda esta pugna secular puede ser debida, sin duda, a la contumacia del nacionalismo catalán (Susana Díaz ha demonizado los nacionalismos; todos lo hacen, sin embargo, con los nacionalismos que no son el propio). Pero también se debe a la insistencia del poder central en gobernar a contrapelo de los deseos, las necesidades y las expectativas de los ciudadanos concretos. El poder establecido funciona de arriba abajo, en procura de un interés general concebido como el interés del estamento gobernante; y tiene por la mayor herejía e insolencia el hecho de que “los de abajo” le hagan indicaciones acerca de cómo ha de comportarse.
«Sin ver que sois la ocasión / de lo mismo que culpáis», como expresó en verso la monja criolla mexicana sor Juana Inés de la Cruz, refiriéndose a la actitud del estamento de los varones respecto de las mujeres.