El pecado original
en el embrollo que padecemos en estos momentos en Cataluña es la concepción ampliamente
dominante de que las autonomías son organismos de descentralización
administrativa de las tareas corrientes de un Estado monolítico; y no, como se
afirma en la Constitución aún vigente, instituciones de autogobierno.
La Constitución
tiene estas sorpresas. Unos la denigran y quieren emprender su desguace urgente
a toda costa (aviso a navegantes y podemitas: la que venga detrás podría ser
bastante peor). Otros juran por ella siete veces al día, pero la retuercen y
manipulan en función de sus intereses particulares. El Tribunal Constitucional
ha amparado algunos de estos retorcimientos infames (las reformas laborales,
por poner un ejemplo señero; las enmiendas a una reforma del Estatut de
Catalunya aprobada previamente en cortes y en referéndum), y ha anulado otros (reciente
sentencia sobre la LOMCE y su aplicación en Cataluña), desde criterios abstractos
de técnica jurídica y sin atender a las normas humanas de convivencia que son
las que facilitan la cohesión de una sociedad.
El resultado es que
estamos hechos unos zorros, empobrecidos y divididos. El empleo se hunde, solo
sobrenadan del naufragio las cifras estadísticas, según las cuales cincuenta y
dos contratos de fin de semana a tiempo parcial equivalen a cincuenta y dos
puestos de trabajo, en lugar de equivaler a uno y precario, como es la
percepción real. Los fondos públicos de las pensiones se saquean impunemente
desde el gobierno, que luego advierte a los pensionistas que habrán de buscarse
la vida porque el sistema no es sostenible. No es sostenible, en efecto, un
saqueo tan repetido.
Y las autonomías se
enfrentan entre ellas por el maná caído del cielo protector del Estado, en
lugar de buscar formas de cooperación y de potenciación de las sinergias.
Cataluña, ejemplo mayúsculo de esta aberración, ha pretendido durante mucho
tiempo una relación fiscal bilateral con el Estado, y al no conseguirla ha
proclamado simbólicamente la república virtual catalana, radicada en Neverland,
la isla de Peter Pan a la que se llega por vía aérea con ayuda de polvo de
hada, y girando después de la segunda estrella a la derecha para seguir todo derecho
hasta la mañana.
El gobierno ha
tomado buena nota de la conveniencia de tales soluciones mágicas, y ha
propinado otra a través del 155, un artículo de la Constitución previsto
seguramente para otra cosa. Lo malo es que, en la visión del gobierno, el 155 es ya la solución, y no el STOP a partir
del cual sería necesario emprender una vía nueva de negociación capaz de
aportar soluciones forzosamente inéditas.
El gobierno de
España desea un govern de Cataluña amigo, en primer lugar, y a continuación una
Cataluña también amiga, que hable mayoritariamente castellano y piense también
en castellano.
Va a ser que no. Si
se repasan los viejos memoriales de agravios, se verá que los Decretos de Nueva
Planta ya se dictaron en su momento, y que desde entonces ha corrido mucha agua
bajo los puentes. Toda esta pugna secular puede ser debida, sin duda, a la
contumacia del nacionalismo catalán (Susana Díaz ha demonizado los
nacionalismos; todos lo hacen, sin embargo, con los nacionalismos que no son el
propio). Pero también se debe a la insistencia del poder central en gobernar a
contrapelo de los deseos, las necesidades y las expectativas de los ciudadanos
concretos. El poder establecido funciona de arriba abajo, en procura de un
interés general concebido como el interés del estamento gobernante; y tiene por
la mayor herejía e insolencia el hecho de que “los de abajo” le hagan indicaciones
acerca de cómo ha de comportarse.
«Sin ver que sois
la ocasión / de lo mismo que culpáis», como expresó en verso la monja criolla
mexicana sor Juana Inés de la Cruz, refiriéndose a la actitud del estamento de
los varones respecto de las mujeres.