En la gala de los premios Goya
del presente año, lo más destacado ha sido al parecer de los medios los abanicos
rojos esgrimidos por las actrices en exigencia de la desaparición – inmediata o
progresiva – de la brecha salarial respecto de sus compañeros varones. La
iniciativa ha dado para unas cuantas fotos llenas de glamour.
Lo siguiente en el volumen
global de los comentarios e imágenes han sido los vestidos de las señoras asistentes,
y también sus peinados. Ha habido alabanzas a las más elegantes y críticas ásperas
a las peor vestidas y a las peor peinadas, todo ello emitido en general también
por mujeres; lo cual, a lo que entiendo, deja pocas esperanzas en lo inmediato de
una equiparación razonable de los géneros en estos avatares. La división del
trabajo implícita exige que los críticos varones desmigajen las películas
presentadas al certamen, mientras las reporteras de la prensa femenina (subrayo el término) se ocupan
de la brillantez externa. Las triunfadoras de la gala son, desde este punto de
vista distorsionado, las que han desfilado por la alfombra roja mejor fardadas.
Con todo, una película
candidata parece haber destacado netamente sobre las demás en el aspecto
artístico, y ha sido precisamente la de una mujer, Isabel Coixet, adaptando a
la pantalla el libro de otra mujer, Penélope Fitzgerald. La obra muy personal
de Coixet, caso curioso, se sitúa por lo general en contextos alejados de la
geografía y la sensibilidad patrias. Va por libre, en más de un sentido. Suele
rodar fuera de España, sobre temas no estrictamente españoles, y con actores en
muchos casos foráneos. Apoyó la reivindicación de los abanicos, pero propuso
además que las mujeres invitadas acudieran a la gala en pijama y zapatillas, como
muestra de rechazo contundente a ese otro “escalafón Goya” centrado en las
zarandajas del atuendo.
Su propuesta no
tuvo eco. Los Goya son una Fiesta del Cine cuya connotación principal es la de la
fiesta: es decir, el escaparate y la pasarela. El arte y la técnica, signo de
una época de comercialización desaforada y bastante infantil, necesitan desfilar
envueltos en toneladas de purpurina y azúcar glasé, para resultar más
apetecibles al gran público. Qué le vamos a hacer.
Ahora bien, La librería, la película de Coixet,
obtuvo los premios a la mejor película, a la mejor dirección y al mejor guion
adaptado. Eso es mucho.
Lo mejor que puedo
decir es que encuentro muy plausibles los tres premios. No conozco ninguna da
las otras películas candidatas: veo poco cine, y elijo con cuidado cuál es el
que veo. Desde Mi vida sin mí, he
seguido puntualmente todo lo que ha ido haciendo Coixet; y también había leído
la novela de Fitzgerald. Por consiguiente acudí presuroso a la cita con las
salas oscuras en cuanto se estrenó en Barcelona La librería. No salí defraudado.
Mi objeción, la
única: el cambio del final. Dice Coixet que el de Fitzgerald era demasiado
desesperanzado. Lo sustituyó por una “ecpirosis”, una destrucción/purificación
por el fuego del templo profanado del saber. Umberto Eco había hecho lo mismo,
antes, con la biblioteca de El nombre de
la rosa. Creo que valía la pena tener en cuenta el ilustre precedente para
no proponer lo mismo de nuevo. La esperanza modesta de un cambio en el sistema
de relaciones sociales en una localidad controlada por un caciquismo mal disimulado,
podía haberse plasmado en formas más sutiles de rebeldía, de alternativa.
No importa mucho. La librería es una gran película, que
recomiendo con entusiasmo; e Isabel Coixet es una directora sobresaliente, que
inspira alma en todos los temas que toca. Más allá de los abanicos y de los
atuendos, el despliegue este año sobre la alfombra roja nos ha entregado un
secreto bien guardado por lo general: el de la sensibilidad frente al
espectáculo chillón; el de la artesanía frente a la industria; el de la
originalidad frente al adocenamiento.