martes, 28 de septiembre de 2021

BELLEZA MELANCÓLICA



Monumentos de la Vía de las Tumbas, en la necrópolis del Keramikós de Atenas.

 

En una mañana otoñal perfecta, hemos vuelto a visitar el yacimiento arqueológico de la necrópolis de Keramikós, y su pequeño museo, en el centro de Atenas. Es posiblemente el cementerio más bello del mundo; o por lo menos, la muerte de los antiguos griegos era incomparablemente más hermosa que la nuestra actual, tan funcional y aséptica.

Recorre el lugar de lado a lado la Vía Sacra (Iera Odos), que va desde la Acrópolis hasta los templos de Eleusis, donde se celebraba el misterio de la renovación anual de la naturaleza. Por cierto, la Vía pasa en su recorrido muy cerca de nuestra casa en Egaleo, un tramo quedó al descubierto cuando se construyó la estación de metro.

De la Iera Odos brota por la izquierda, como un ramal particular al que dan sombra muchos árboles clásicos (olivos, laureles, cipreses, encinas), la Vía de las Tumbas, en la que se alineaban las losas y las piedras tumbales, agrupadas hoy después de rescatadas del desorden en que las dejó el paso de los siglos. En muchos monumentos con figuras en relieve se plasma el tema de la “presentación”: el recién llegado al otro mundo, que casi siempre aparece sentado, aprieta la mano de otro difunto conocido, que tendrá la misión de acompañarle por su nuevo hábitat, como hizo Virgilio con Dante en la Commedia.

 


El relieve funerario de Demetria y Pánfila (hacia ─320) se ajusta a esa convención. La recién llegada, sentada, es acogida por su hermana antemuerta. La escena respira una gravedad serena.



Carácter algo distinto, y muy conmovedor, tiene el relieve de Ampharete (hacia ─420), que incluye el nombre de la abuela muerta y unos versos: «Tengo aquí al niño amado de mi hija, que sostuve en mi regazo cuando estábamos vivos y veíamos la luz del sol. Ahora, muerta, lo sostengo muerto.»

En el monumento funerario que encabeza este texto, la imagen es muy diferente. Se glorifica a un joven muerto en la batalla, y este aparece, no como vencido, sino como vencedor, en la culminación de su gloria, alanceando a un enemigo.

El paseo demorado por el encantador museo y la necrópolis nos ha resultado fatigoso. Carmen se ha tomado un respiro a la sombra del muro de Temístocles, una fortificación que el estratego ateniense ordenó construir cuando la ciudad fue reconstruida después de la expedición de Jerjes; para entonces el rey persa estaba de nuevo en Sardes, y sus ejércitos habían sido desbaratados por tierra, en la llanura de Platea, y por mar, junto al cabo de Micala.