Alicia tomando el té con el Sombrerero
Loco, la Liebre de Marzo y el Lirón. Ilustración de John Tenniel del libro de Lewis
Carroll.
Para los/las mitómanos/as,
el marco es el mensaje. Dicho con un poco más de claridad, la expresión de su
deseo es siempre igual a sí misma, pero no les parece lo mismo si el escenario,
en lugar de ser el Madrid o el Waterloo de costumbre, pasa a ser Washington o
el Alghero, depende del caso. La patria está allí donde se dirigen los anhelos;
los de Puigdemont viajan hacia una Gran Catalunya de ensueño, retrocedida varios
siglos en relación con una realidad prosaica en la que los Tercios antaño
invencibles se estrellan 3-0 en un estadio de Lisboa; los anhelos de Alicia
Díaz Ayuso vuelan en cambio hacia el País de las Maravillas, una utopía donde le
es posible en sueños perseguir al escurridizo Conejo Blanco, tomar el té con el
Sombrerero Loco y dejarse sonreír por el Gato de Cheshire. Washington, en una
palabra.
En el País de las
Maravillas, por cierto, no despertó una gran expectación la visita precipitada
de Alicia Ayuso, una niña que crecía y menguaba según el lado del hongo que
mordisqueaba. Vista por Telemadrid era grande y poderosa; en la CNN, tan
diminuta que pasó enteramente inadvertida.
Del otro lado del espejo,
Carles el Carlí era un objeto del deseo del juez Llarena, su amigo/enemigo
íntimo, y en cambio un fulano enteramente intrascendente para la judicatura
sarda, que se limitó a devolverlo a los corrales de un plumazo, por falta de
trapío seguramente.
Los dos, Alicia y Carles,
se habían desplazado de sus domicilios habituales respectivos para repetir los mismos
cantos de sirena de todos los días en un marco concebido para revestirlos de un
prestigio nuevo. Pero todo el prestigio que han podido conseguir es el que
llevaban ya bien plegado en su equipaje; nadie salvo ellos mismos y su entorno
directo les ha hecho el menor caso.