Carmen posa delante de la Schnetztor,
la puerta fortificada de la ciudad de Constanza que da a la frontera suiza. En
alguno de los edificios del lado derecho de la calle, ocupado entonces por una
posada de nombre ‘Die Rote Kane’, (La Jarra Roja), se alojó Jan Hus, invitado
al concilio por el emperador para exponer libremente sus ideas. No le dieron
tiempo para hacerlo; lo cargaron de cadenas, lo encerraron en la Rheintor, la
torre-prisión bañada por el curso del Rin, le montaron un juicio sumario y le
prendieron fuego en un lugar incierto extramuros, del otro lado de la Schnetzor
que aparece al fondo.
Hace diez años, en
septiembre de 2011, hicimos Carmen y yo un viaje ampliamente argonáutico a la antigua
ciudad imperial de Constanza. Yo seguía entonces la pista de un manuscrito y
del hombre, Gianfrancesco Poggio, que lo encontró oculto en los anaqueles de una
abadía próxima tal vez al lugar. El libro era el tratado en verso ‘De rerum natura’, de Tito Lucrecio, y
su historia fue ampliamente relatada, poco después de mi visita, por Stephen
Greenblatt, en un libro memorable, The
Swerve (El giro).
Pero también respiramos allí
el ambiente de lo que pudo representar un concilio monumental, gigantesco, en una
pequeña ciudad; y comimos pescado blanco del lago, y bebimos vino blanco
(flojo) de las viñas vecinas, en el hoy
restaurante Konzil, situado en el mamotreto arquitectónico, antiguo almacén,
que fue acondicionado como sede de los debates para las últimas sesiones
conciliares, cuando la expectación del mundo conocido había quedado fija allí,
y eclesiásticos, militares, diplomáticos, espías y prostitutas de altísimo
nivel conspiraban y movían hilos para encontrar una salida al inmenso embrollo
del Cisma de Occidente, que fuera favorable a los intereses del bando que cada cual representaba.
Placa conmemorativa del Concilio, en
la plaza del Mercado. Los tres pavos reales representan a los tres papas que
había que eliminar en aras de una parroquia unida.
Constanza ha quedado convertida
en un monumento conmemorativo de sí misma. Fue durante cinco años el centro
neurálgico de la Cristiandad, que a principios del siglo XV era tanto como
decir el Orbe; después, se refugió en sus recuerdos, y se durmió en los
laureles. Los ecos de sus sueños siguen siendo magníficos, palabra de
Argonauta.
Frente al Ayuntamiento, con Carmen.