domingo, 21 de septiembre de 2014

EL GACHÓ DEL ARPA Y EL TUTILIMUNDI



Ayer dejé caer la afirmación de que Agua, azucarillos y aguardiente, pieza del género chico con música compuesta por Federico Chueca y libreto de Miguel Ramos Carrión, es genial. No rectifico ni un punto. De hecho, yo llegué a dicha conclusión muy temprano en la vida. Los dos primeros discos de 33 rpm que escuché fueron El lago de los cisnes, de Chaikovski, y el sainete de Chueca. Yo tendría entonces, calculo, quizá diez años. En casa había desde mucho antes un viejo gramófono de 78 revoluciones, pero eran tan frágiles los discos y tan peligrosas las agujas, que había que cambiar cada pocas reproducciones, que los niños teníamos prohibido tocarlo. En cambio, cuando consideró suficientemente consolidado el nuevo y prodigioso avance técnico, mi padre compró un moderno tocadiscos Philips y lo consideró lo bastante robusto para autorizarnos su manejo. Compró también dos discos. Como eran los únicos disponibles en casa, los niños debimos oírlos por lo menos trescientas veces en un año, hasta que empezó a renovarse el repertorio. El preferido de mi hermana Fina era, lógico, El lago de los cisnes. El mío, en parte seguramente por llevarle la contraria, Agua, azucarillos y aguardiente. Fiel como soy en general a mis primeros amores, quizá debido a una predisposición genética, sigo firme en mi admiración sin reservas.

En la zarzuela citada comparece el Gachó del Arpa. Es, como el nombre sugiere, un músico callejero. He indagado en Google antecedentes de ese apelativo, y no he encontrado ninguno. Hizo fortuna después de estrenada la pieza (en el teatro Apolo de Madrid, en junio de 1897), y yo creo que como consecuencia del éxito que tuvo. El gachó del arpa hace compañía en el habla popular a otras especies tal vez en peligro de extinción, como el andoba, el baranda, el enano (del cambio), el capitán Araña o el francés de la mona, del que ya apenas quedan vestigios. He rastreado en Google a una estudiante americana, lectora de La tesis de Nancy de Ramón J. Sender, que pedía auxilio a la ciberesfera porque no sabía cómo traducir la expresión “gachó del arpa” al inglés. Tuvo varias respuestas, en ninguna de las cuales se citaba Agua, azucarillos y aguardiente.

El Gachó del Arpa de Chueca pasa el sombrero a la concurrencia y luego canta en chapurreao una canción de tema banal. Es esta: «Una niñeira / di Barchelona / d'un soldatino / s'inamoró, / e al mechi e michi / de relacione, / il regimento / se las guilló. / Tuti li mundi / le preguntaba: / ¿qué cosa e fatto / que llora así? / E la fanciula / li respondeba / qu'il soldatino... / ¡Ji, ji, ji, ji! / Io sonno il trovator / qui vaga per Madrí.»

Yo no habría sabido explicar esa risita final. Sesenta años más tarde, en un video de youtube he visto al Gachó colocarse la mano delante de la cintura y esbozar una tripa. Debí haber caído en la cuenta antes, claro, pero nunca me lo planteé como problema.

Otro pequeño enigma. “Tuti li mundi” se emplea en la canción del Gachó del Arpa en el sentido de “todo el mundo”, pero el tutilimundi era también otra cosa. La Academia remite en esa voz a “mundonuevo” y allí da una descripción concisa: un cosmorama portátil que se paseaba por las calles para diversión de las gentes. Yo nunca he visto uno, soy demasiado joven para eso, pero en el antiguo parque de atracciones del Tibidabo sí había cosmoramas fijos que se iluminaban echando una moneda en la ranura. Pío Baroja habla así del tutilimundi:

«Era como un cajón largo, con techo de madera, que tenía en las paredes laterales varios agujeros redondos de cristal, por donde se veían paisajes, vistas de ciudades y escenas fantásticas iluminadas. Este cajón solía ir tirado por un caballo o un burro. Aparecía en los pueblos durante las fiestas. En Madrid se estacionaba en alguna plaza, con frecuencia en la plaza Mayor, y a veces el hombre que lo exhibía redoblaba en un tambor y explicaba las vistas de su pequeño escenario.»


Existe aún en Madrid, entre la Ribera de Curtidores y la ronda de Toledo, una plaza llamada del Campillo del Mundo Nuevo, y el nombre no se refiere, según Baroja, al continente americano, sino a ese antiguo artilugio que los modernos efectos especiales han dejado arrumbado y en desuso.