domingo, 7 de septiembre de 2014

NO HABRÁ OTRO BOOM

Este verano el tiempo ha sido incierto y las temperaturas tan suaves que no invitaban a pasar en la playa de Pol más tiempo del estrictamente necesario para un chapuzón y un par de brazadas, de modo que he tenido tiempo sobrado para leer mucho. Entre otras cosas, he devorado de cabo a rabo un volumen de gran formato (más de 800 páginas) repleto de historia pequeña y de anécdotas jugosas sobre escritores. Hablo de Aquellos años del boom, de Xavi Ayén, que obtuvo el año pasado el Premio Gaziel de Biografías y Memorias.

Recuerdo con nostalgia la época del boom. En España en particular se caracterizó por el sentimiento de desgarro y de marginalidad con el que veíamos pasar de largo en la noche negra de la dictadura las luces espejeantes de una cultura no “alta”, no me refiero a eso, sino de masas y al mismo tiempo de una gran calidad, libre y lúdica hasta unos extremos inconcebibles para quienes en el terreno estético manteníamos una militancia disciplinada en el social-realismo y en las enseñanzas de György Lukács y Galvano della Volpe.

Al modo como en tiempos pretéritos la afición taurófila se había dividido entre los partidarios de Joselito y los de Belmonte, en esos años unos éramos de los Beatles y otros de los Rollings (luego hemos abandonado nuestro provincianismo ingenuo y les llamamos los Stones, pero son los mismos); unos de Fellini y otros de Bertolucci; unos de Brassens y otros de Brel; unos de Gabo y otros de Mario.

Xavi Ayén cuenta con gracia y con una riqueza de documentación asombrosa la intrahistoria de aquellos años de fiebre cosmopolita en Barcelona. Desde el punto de vista de una historia total, habría cosas que rectificar en sus afirmaciones. No todo era como él dice, había más, los baricentros y los puntos fijos del péndulo se extendían a otras realidades y a otras geografías. Pero la magia de aquel momento irrepetible para la literatura está entera en esa anécdota de J.J. Armas Marcelo, que había ido a visitar a Vargas Llosa una mañana y le expresó su deseo de conocer a García Márquez. “Nada más fácil”, contestó Mario y dio unos golpecitos en el tabique que tenía a su espalda. Diez minutos después apareció en el cuarto de estar Gabo vestido con su mono azul de trabajo. Un truco combinado por los dos, porque sus casas estaban muy cerca la una de la otra, pero no pared con pared.

Un truco de ilusionistas. El realismo mágico, que nos acompañó en aquellos años privilegiados, hoy se ha ido lejos para no volver.