Este verano el tiempo ha sido incierto y las temperaturas tan
suaves que no invitaban a pasar en la playa de Pol más tiempo del estrictamente
necesario para un chapuzón y un par de brazadas, de modo que he tenido tiempo
sobrado para leer mucho. Entre otras cosas, he devorado de cabo a rabo un
volumen de gran formato (más de 800 páginas) repleto de historia pequeña y de
anécdotas jugosas sobre escritores. Hablo de Aquellos
años del boom, de Xavi Ayén,
que obtuvo el año pasado el Premio Gaziel de Biografías y Memorias.
Recuerdo con nostalgia la época del boom. En España en
particular se caracterizó por el sentimiento de desgarro y de marginalidad con
el que veíamos pasar de largo en la noche negra de la dictadura las luces
espejeantes de una cultura no “alta”, no me refiero a eso, sino de masas y al
mismo tiempo de una gran calidad, libre y lúdica hasta unos extremos
inconcebibles para quienes en el terreno estético manteníamos una militancia
disciplinada en el social-realismo y en las enseñanzas de György Lukács y
Galvano della Volpe.
Al modo como en tiempos pretéritos la afición taurófila se había
dividido entre los partidarios de Joselito y los de Belmonte, en esos años unos
éramos de los Beatles y otros de los Rollings (luego hemos abandonado nuestro
provincianismo ingenuo y les llamamos los Stones, pero son los mismos); unos de
Fellini y otros de Bertolucci; unos de Brassens y otros de Brel; unos de Gabo y
otros de Mario.
Xavi Ayén cuenta con gracia y con una riqueza de documentación
asombrosa la intrahistoria de aquellos años de fiebre cosmopolita en Barcelona.
Desde el punto de vista de una historia total, habría cosas que rectificar en
sus afirmaciones. No todo era como él dice, había más, los baricentros y los puntos fijos del péndulo se extendían a otras
realidades y a otras geografías. Pero la magia de aquel momento irrepetible
para la literatura está entera en esa anécdota de J.J. Armas Marcelo, que había
ido a visitar a Vargas Llosa una mañana y le expresó su deseo de conocer a
García Márquez. “Nada más fácil”, contestó Mario y dio unos golpecitos en el
tabique que tenía a su espalda. Diez minutos después apareció en el cuarto de
estar Gabo vestido con su mono azul de trabajo. Un truco combinado por los dos,
porque sus casas estaban muy cerca la una de la otra, pero no pared con pared.
Un truco de ilusionistas. El realismo mágico, que nos acompañó
en aquellos años privilegiados, hoy se ha ido lejos para no volver.