Leo en las páginas sepia de El País del domingo que en el
sistema financiero español los flujos financieros son canalizados
mayoritariamente por bancos, a diferencia de otros países no precisamente de
segunda fila: el Reino Unido y los Estados Unidos, por ejemplo. Cuenta el
editorialista que la crisis ha generado a partir de 2007 un endeudamiento
“intenso” de familias y empresas españolas hacia las instituciones bancarias, y
que los problemas de liquidez y de solvencia de éstas, en una etapa de
reestructuración profunda, han producido como resultado que «la función de
intermediación bancaria dejó de cumplirse de forma satisfactoria.»
El fondo descarnado de lo que se nos explica con un lenguaje
eufemístico y cuidadoso con las normas de la corrección política, es que en una
situación de crisis aguda la banca – monopolizadora práctica del crédito del
país – ha atendido con preferencia a sus propias necesidades internas, a costa
de asfixiar a familias y empresas. Dicho con las palabras del citado editorial
de El País: «El sistema bancario resultante de esta crisis está mucho más
concentrado: concede menos poder de negociación a las empresas de menor
dimensión … El crédito no crece y su coste es significativamente superior al
promedio vigente en la eurozona.»
Por descontado, no está de más en este trance seguir la pauta
que predica el editorialista, es decir, utilizar y crear en su caso fuentes
alternativas de financiación para la economía real, en especial para las pymes
y el tercer sector. Pero eso no debe ocultar el hecho, gravísimo, de que unas
instituciones financieras, cuya función declarada es suministrar un servicio a
la sociedad, han pasado en la práctica a servir en exclusiva a la corporación.
Incluso acaparando y absorbiendo para ello, en la reciente reestructuración
llevada a cabo de una forma atropellada más que acelerada, muchos miles de
millones de dinero público. Con métodos abusivos, ilegales y no amparados por
la constitución que tanto se esgrime en otros terrenos; y con una
irresponsabilidad absoluta hacia quienes hemos sido obligados, por unos
gobiernos cómplices en el desafuero, a pagar la factura del tremendo
estropicio.
No es arriesgado vaticinar que por ese camino nuestro sistema
bancario va a morir de éxito. En tanto que instituciones de intermediación,
nuestros bancos y cajas dependen de forma directa de los flujos de la economía
real, y sin embargo están estrangulando a la economía real. Su existencia es un
lujo estéril, un delirio inútil para nadie salvo para sus consejos de administración,
protegidos por blindajes contractuales sin lógica ni justificación posible, y
que nos salen carísimos a todos.
En el nuevo paradigma en el que se vieron precipitados debido a
un cambio climático drástico, los dinosaurios murieron por falta de adaptación.
Habían sido diseñados para un entorno de abundancia de alimento, y no pudieron
evolucionar a tiempo para sobrevivir a un largo período de escasez. De forma
parecida, en el paradigma productivo y económico nuevo en el que nos
encontramos, todo apunta a la necesidad de mayor flexibilidad, dinamismo,
diversificación, autonomía amplia para la toma de decisiones, capacidad de
respuesta en tiempo real y capacidad de previsión a largo plazo. En cambio, la
banca se ha reestructurado a partir de la idea de la acentuación de los rasgos
monopolísticos, del poder por el poder, de la parsimonia en el crédito y la
cautela en las inversiones, en la creencia de que sólo los mastodontes podrán
sobrevivir en las nuevas condiciones. Pues qué bien. En el futuro cementerio de
bancos, los nuestros van a ser los más grandes y los más ricos. Antes, claro,
nuestra economía productiva les habrá precedido en el doloroso tránsito, con la
diferencia de que ella habrá muerto por consunción, por la inanición más
absoluta.