El nombre y la figura de Antonio Machado están presentes en
muchos rincones de la Baeza
de hoy: en el campus de la Universidad Internacional de Andalucía; en la
fachada de la que fue su casa de alquiler frente a la antigua cárcel, luego
ayuntamiento; en el mirador de la muralla; frente al casino. Hay un respeto y
un cariño visibles en toda la actitud de Baeza hacia el poeta; pero en vida de
éste no hubo reciprocidad en ese feeling. Machado reconoció en una carta a
José María Palacio de diciembre de 1912, al poco de haberse instalado en Baeza,
que «la gente es buena, hospitalaria y amable». Fue prácticamente el único
juicio positivo que le inspiró la ciudad andaluza. (Sigo para esa cita y para
todo lo que viene a continuación a Ian Gibson en su magnífica biografía Ligero de equipaje. La vida de
Antonio Machado, Madrid 2007).
Lo cierto es que la conjunción Machado-Baeza no se produjo en
las mejores circunstancias para las dos partes. La antigua Universidad, que
adornó a Baeza con el sobrenombre de “pequeña Salamanca”, había cerrado sus
puertas en 1824. En el mismo hermoso edificio se alojó a partir de 1875 el
Instituto de la
Santísima Trinidad , al que fue destinado Machado para dar
clases de lengua francesa. El poeta tomó posesión el día primero de noviembre
de 1912, tan sólo tres meses después del fallecimiento en Soria de su
esposa-niña Leonor. Atravesaba una etapa de depresión profunda; en una carta a
Juan Ramón Jiménez, confesaba haber tenido la tentación muy fuerte de «pegarse
un tiro». Llegó a Baeza con el repique a muerto de las campanas, el día de
Difuntos. Preguntó por el director del Instituto y un bedel le dijo que estaba
en la agonía. Balbuceó el poeta unas palabras de condolencia, y el bedel le
aclaró que La Agonía
era una tertulia llamada así por la cantidad de lamentaciones que en ella se
hacían, relacionadas por lo general con el mal tiempo y las pobres cosechas,
porque aquella era una sociedad rural, sin vida cultural de ninguna clase. «No
hay un solo periódico local, ni una biblioteca, ni una librería, ni aun
siquiera un puesto de periódicos donde comprar los diarios de Madrid», escribió
Machado con desesperación.
«Este poblachón moruno», repite Machado en varias ocasiones, en
su correspondencia. «La ciudad está poblada de mendigos y de señoritos
arruinados en la ruleta. La profesión de jugador de monte se considera muy
honrosa. … Una población rural encanallada por la Iglesia y completamente
huera», escribió a Unamuno.
El espacio situado delante del Casino, en la calle de San Pablo,
está ocupado hoy por un bronce del poeta de cuerpo entero, sentado en un banco
en actitud de leer. Es un Machado más delgado que el real, con el sombrero
colocado al descuido a un lado, el bastón descansando en las piernas cruzadas
y, esbozado apenas, el «torpe aliño indumentario» con el que él mismo se
calificó. Machado frecuentó poco el casino de Baeza, y nos ha dejado de uno de
sus habituales una estampa de aguafuerte solanesco: «Este hombre del casino
provinciano, / que vio a Carancha recibir un día, / tiene mustia la tez, el
pelo cano, / ojos velados de melancolía, / bajo el bigote gris labios de hastío
/ y una triste expresión que no es tristeza, / sino algo más y menos, el vacío
/ del mundo en la oquedad de su cabeza.»
Le gustaba sentarse en el mirador de las murallas que hoy lleva
su nombre además de su cabeza en bronce esculpida por Pablo Serrano. El paisaje
es confortante para el espectador. La vega del Guadalquivir se despliega frente
a la Loma , en
cuyo extremo, a la izquierda, se divisan agrupadas las casas blancas y las
torres de Úbeda. El río, «como un alfanje roto / y disperso, reluce y espejea.»
Enfrente se alza el murallón de Sierra Mágina, con la cumbre dentada del
Aznaitín. Otras sierras – Cazorla, Las Villas – azulean en la distancia, hacia
el este. Esto es lo que escribe Machado de sus sentimientos propios delante de
«los grises olivares y los alegres campos de Baeza»: «De la ciudad moruna / tras las
murallas viejas, / yo contemplo la tarde silenciosa, / a solas con mi sombra y
con mi pena. […] Aguardaré la hora / en que la noche cierra / para volver por
el camino blanco / llorando a la ciudad sin que me vean.»
Va a pie, de vez en cuando, a Úbeda, con su gabán manchado de
ceniza, sus zapatones y su bastón grueso como un cayado. En Baeza dicen que,
fumador empedernido, va allí a comprar cerillas. Otros aventuran que frecuenta
un prostíbulo. Las dos explicaciones son igualmente inverosímiles, y Úbeda,
«reina y gitana», tiene atractivos suficientes para que su visita no necesite
otros pretextos.
Los años de Baeza son, para terminar esta semblanza, de
«sequedad creativa» a juicio del poeta. Produce poco (no tan poco, pondera
Gibson) y en cambio lee mucho, sobre todo filosofía, y estudia para preparar
unos exámenes de licenciatura que le permitan aspirar a una cátedra en otro
lugar, en “cualquier” otro lugar. Se examina de latín con Julio Cejador, y de
filosofía con José Ortega y Gasset. Ortega lo califica con un sobresaliente.
Conseguido el título ansiado, abandonará alegre Baeza para marchar a Segovia en
octubre de 1919.
Si Baeza no pudo o no supo hacer feliz a Machado, él por el
contrario sí dejó recuerdos felices en muchas personas de Baeza. Hoy la ciudad
es, además de muchas otras cosas, un homenaje cálido a su persona y a su
figura. Los amores no correspondidos son, de alguna manera, también los más
bellos.