miércoles, 3 de septiembre de 2014

IMAGEN PÚBLICA Y CORRUPCIÓN



Hay una consecuencia colateral reseñable en la tendencia a convertir la escena política en un plató y a la ciudadanía en una audiencia. Es el crecimiento geométrico de la corrupción en nuestras sociedades. Cuando se atiende más a la imagen que al contenido de la política; cuando el medio, como dijo McLuhan en la prehistoria de la democracia mediática, es el mensaje, se va conformando una participación pasiva del electorado, que asiste desde la butaca de su cuarto de estar a los debates y selecciona el ganador, su opción preferida en el menú político, respondiendo a las encuestas de opinión o zapeando con su mando a distancia. Algunos sociólogos y politólogos estadounidenses (Lawrence K. Grossman, Jeffrey Green, Bernard Manin) han encontrado ventajas en este sistema novedoso: la “visibilidad” permanente del líder político para el público implica, dicen, una coerción más eficaz que el temor a la sanción de los tribunales de justicia o a la creación de una comisión parlamentaria de investigación.

Pero no es así. No lo es, fundamentalmente, porque la política-espectáculo se rige por las leyes del espectáculo, y no por las de la política. La profesora Nadia Urbinati ha desarrollado el argumento en un libro esclarecedor del que podemos consultar en castellano un capítulo clave, en traducción de Javier Aristu: “De los partidos a la audiencia.” En televisión, no se atiende tanto a la veracidad y a la oportunidad de los contenidos como, sobre todo, al scoop (la primicia informativa), el shot (la calidad de la imagen) y el rating (el porcentaje de audiencia). La habilidad del líder político con experiencia mediática consiste entonces en dar a la audiencia lo que pide, entretenimiento, y en el formato exacto que pide. Ese enfoque particular implica colocar en primer término sus cualidades morales, en detrimento de las propiamente políticas, y ofrecerlas al público como modelo de conducta a seguir. De ese modo un político como Silvio Berlusconi, amparado en el control absoluto sobre unos medios de comunicación dóciles, pudo presentar incluso sus escándalos como “virtudes” que lo aproximaban al sentir del ciudadano medio. Y la misma confusión y trasposición entre parámetros morales y sociales explica que en nuestro país no importe tanto a efectos electorales la corrupción comprobada y cuantificada, como la percepción mediática que de esa corrupción llega al ciudadano espectador.


Urbinati explica así esta contradicción: «Hace algunos años Alessandro Pizzorno interpretó la paradoja contenida en esta transformación mediática de la política como una señal de ocaso del lenguaje y del juicio político, y de su sustitución por el lenguaje y el juicio de la moralidad subjetiva o dictada por el gusto. El predominio de los símbolos sobre los programas, de la persona del líder sobre el colectivo del partido-organización, se traduce en el predominio de las cualidades morales frente a las políticas en la formulación que los ciudadanos dan a sus juicios políticos. Las virtudes políticas (prudencia, competencia, etc.) decaen mientras que las morales (estéticas, sensuales, etc.) se convierten en dominantes. Un resultado probado de esta transformación, según Pizzorno, es el aumento de la corrupción, porque lo que debería ser objeto de visibilidad no es interesante ni  para la audiencia, ni para los técnicos de los medios, ni obviamente para los expertos que cuidan la imagen pública del líder. La política se hace más profesional en el sentido de que se convierte en una actividad que vive de intercambios privados y ocultos, aunque menos atenta al interés de los ciudadanos y en este sentido menos competente políticamente.»