Hay una consecuencia colateral reseñable en la tendencia a
convertir la escena política en un plató y a la ciudadanía en una audiencia. Es
el crecimiento geométrico de la corrupción en nuestras sociedades. Cuando se
atiende más a la imagen que al contenido de la política; cuando el medio, como
dijo McLuhan en la prehistoria de la democracia mediática, es el mensaje, se va conformando una
participación pasiva del electorado, que asiste desde la butaca de su cuarto de
estar a los debates y selecciona el ganador, su opción preferida en el menú
político, respondiendo a las encuestas de opinión o zapeando con su mando a
distancia. Algunos sociólogos y politólogos estadounidenses (Lawrence K.
Grossman, Jeffrey Green, Bernard Manin) han encontrado ventajas en este sistema
novedoso: la “visibilidad” permanente del líder político para el público
implica, dicen, una coerción más eficaz que el temor a la sanción de los
tribunales de justicia o a la creación de una comisión parlamentaria de
investigación.
Pero no es así. No lo es, fundamentalmente, porque la
política-espectáculo se rige por las leyes del espectáculo, y no por las de la
política. La profesora Nadia Urbinati ha desarrollado el argumento en un libro
esclarecedor del que podemos consultar en castellano un capítulo clave, en
traducción de Javier Aristu: “De los partidos a la audiencia.” En televisión, no se atiende tanto a
la veracidad y a la oportunidad de los contenidos como, sobre todo, al scoop (la primicia informativa), el shot (la calidad de la imagen) y el rating (el porcentaje de audiencia). La
habilidad del líder político con experiencia mediática consiste entonces en dar
a la audiencia lo que pide, entretenimiento, y en el formato exacto que pide.
Ese enfoque particular implica colocar en primer término sus cualidades
morales, en detrimento de las propiamente políticas, y ofrecerlas al público
como modelo de conducta a seguir. De ese modo un político como Silvio
Berlusconi, amparado en el control absoluto sobre unos medios de comunicación
dóciles, pudo presentar incluso sus escándalos como “virtudes” que lo
aproximaban al sentir del ciudadano medio. Y la misma confusión y trasposición
entre parámetros morales y sociales explica que en nuestro país no importe
tanto a efectos electorales la corrupción comprobada y cuantificada, como la
percepción mediática que de esa corrupción llega al ciudadano espectador.
Urbinati explica así esta contradicción: «Hace algunos años Alessandro Pizzorno
interpretó la paradoja contenida en esta transformación mediática de la
política como una señal de ocaso del lenguaje y del juicio político, y de su
sustitución por el lenguaje y el juicio de la moralidad subjetiva o dictada por
el gusto. El predominio de los símbolos sobre los programas, de la persona del
líder sobre el colectivo del partido-organización, se traduce en el predominio
de las cualidades morales frente a las políticas en la formulación que los
ciudadanos dan a sus juicios políticos. Las virtudes políticas (prudencia,
competencia, etc.) decaen mientras que las morales (estéticas, sensuales, etc.)
se convierten en dominantes. Un resultado probado de esta transformación, según
Pizzorno, es el aumento de la corrupción, porque lo que debería ser objeto de
visibilidad no es interesante ni para la audiencia, ni para los técnicos
de los medios, ni obviamente para los expertos que cuidan la imagen pública del
líder. La política se hace más profesional en el sentido de que se convierte en
una actividad que vive de intercambios privados y ocultos, aunque menos atenta
al interés de los ciudadanos y en este sentido menos competente políticamente.»