Úbeda
y Baeza no serían lo que son sin la aportación de Don Francisco de los Cobos y
Molina, secretario imperial del césar Carlos V, y del arquitecto Andrés de
Vandelvira. Serían de todos modos dos ciudades considerables, bien enraizadas
en su tierra y en la historia con sus ciclos sucesivos de esplendor y de
decadencia, como muchas otras poblaciones de su misma o parecida geografía. De
los Cobos, en su función de mecenas, y Vandelvira, como constructor, les han
dado algo más, una pátina y un brillo inconfundibles, al modo como los Tito,
estirpe de alfareros de Úbeda, dan a sus platos y a sus tinajas de formas
perfectas ese baño metálico que resulta después de horneado en un vidriado de
un verde intenso y oscuro que no se parece a ninguna otra cosa.
Son
Úbeda y Baeza, pero también Sabiote, Ibros, Canena, Villacarrillo, y otras
poblaciones aún de la comarca de la
Loma y Las Villas. El mecenazgo de Cobos tuvo continuación en
el de su sobrino Juan Vázquez de Molina, y el maestrazgo de Vandelvira en otros
artífices y maestros de obras que llegaron aquí a su llamado y prolongaron su
obra o plasmaron sus trazas cuando él faltó. En los tiempos en que Cobos, por
las repetidas ausencias de su emperador, era el hombre más poderoso de España,
sus excursiones desde la corte para supervisar los progresos de las grandes
obras que había emprendido y descansar a gusto en su tierra natal, desesperaban
a la larga caterva de arbitristas y de solicitantes de todo tipo que aguardaban
audiencia en las antesalas. Ya se nos había ido otra vez Don Francisco «por los
cerros de Úbeda».
Más
de ochenta años antes que Cobos, el humanista, filósofo, alquimista y papa
Eneas Silvio Piccolomini había dado en la flor de eternizar su nombre a través
de la construcción de una ciudad ideal, y para ello derribó más de tres cuartas
partes de las edificaciones de su aldea natal, Corsignano, en la provincia de
Siena, y encargó al arquitecto Bernardo Rossellino la traza y la construcción
de un Duomo, un Palazzo Comunale, una residencia adecuada para él (Palazzo
Piccolomini) y otros edificios dispuestos según un plano urbanístico
geométrico, proporcionado y cuidadoso con los distintos equilibrios y
jerarquías sociales. Bautizó a aquel sueño de la razón con el nombre de Pienza,
que conserva el pueblo en la actualidad, en honor a sí mismo, que había elegido
llamarse como pontífice Pío II. Cobos tuvo una visión no menos fabulosa, pero
no cayó ni en la egolatría ni en la fanfarria del italiano. No rebautizó a
Úbeda como Cobeña; no cercenó la tradición antigua ni la historia viva de las
dos poblaciones vecinas de la
Loma ; respetó su fisonomía medieval, sus muros, sus
viviendas, sus plazas y calles, sus monumentos; y enriqueció ese tejido urbano
secular con un esplendor nuevo coherente con la época nueva que vivía el reino.
No fue seguramente Cobos tan filósofo como Piccolomini, pero sí, sin duda, más
sabio.
Tres
días representan un tiempo muy corto para alcanzar a ver todo lo que solicitaba
nuestra curiosidad, pero Carmen y yo estamos contentos de haber cumplido un
deseo que se remonta a más de diez años atrás. En 2003 Úbeda y Baeza fueron
incluidas en el patrimonio mundial de la UNESCO y ese mismo año proyectamos hacer una
visita a las dos ciudades con mi hermano Juan, que era entonces arquitecto de la Junta de Andalucía. Su
enfermedad echó por tierra nuestros planes. Aquel viaje ha contado ahora con la
guía permanente de su recuerdo.
(En
la fotografía, Carmen observa el trabajo de Paco Tito, en el alfar-museo de
éste en Úbeda.)