lunes, 22 de septiembre de 2014

MUJERES Y SINDICATO

Es una lástima que la historiadora Nadia Varo Moral haya elegido un enfoque tan particular y especializado para abordar la historia sindical de las mujeres, en Las militantes ante el espejo. Clase y género en las CC.OO. del área de Barcelona (1964-1978) [Materials d’Història de l’Arxiu, Fundació Cipriano García de CC.OO. de Catalunya, 2014. Presentación a cargo de Javier Tébar]. Sin variar el ámbito local ni temporal de su relato, podía haber compuesto una gran ópera y se ha limitado a dejarnos un movimiento de cuarteto. Lástima, pero lástima remediable. El planteamiento es incisivo, con dos capítulos centrales de mucha garra: cómo vio a las mujeres trabajadoras la prensa obrera, y cómo se vieron ellas mismas. La documentación es extensa y bien manejada, aunque a mi juicio peca de unilateral. En Resistencia ordinaria (Javier Tébar Hurtado ed., Valencia 2012) Varo ya había dejado reflejado cómo vieron las fuerzas represivas del franquismo a las mujeres del sindicato; ahora podía haberse completado esa visión con testimonios orales y escritos – que los hay, y si no bastan se piden más – de cómo las vimos y cómo las recordamos sus compañeros varones. La prensa obrera, en aquel contexto de clandestinidad y de precariedad, no es un barómetro fiable para establecer cuál fue la mirada de la “clase” sobre el “género”, para emplear las categorías enunciadas por Varo. Esa prensa estuvo mediatizada por demasiadas variables. Yo añadiría incluso que ni siquiera debe suponerse una validez general a ese arquetipo de masculinidad de la clase que apunta la autora (págs. 91-96). Cierto que en las asambleas se repetía con cierta frecuencia la propuesta de «poner los cojones encima de la mesa», operación que habría resultado tan embarazosa como fisiológicamente imposible para las “chicas”, “compañeras”, etc. Pero otra de las frases que más oí repetir, y que compensa hasta cierto punto la anterior, fue: «Ellas tienen más cojones que nosotros». Lo cual da al término “cojones” un significado peculiar. Manolo Vázquez Montalbán lo entendió muy bien cuando escribió que estaba «hasta los cojones del alma». Bravo por Manolo. Los cojones del alma no tienen género.

Primera propuesta, entonces, incluir en el balance final del estudio de Varo el testimonio de los “chicos”, de los “compañeros”. Aparecerá, estoy seguro, en ese testimonio mucho residuo machista, pero el dato no ese; el dato debe ser el cambio de tendencia, lo nuevo que – estoy seguro también – se percibe en los primeros años setenta dentro de una concepción del movimiento obrero y sindical que venía lastrada por la herencia aciaga de la derrota civil y del movimiento clandestino de resistencia en los años de plomo. Las mujeres aparecen de pronto en el nuevo contexto revestidas de todas sus armas, como surgió Atenea de la rodilla de Zeus. Tienen voz propia, voluntad propia, y están adecuadamente provistas de cojones del alma. Son “compañeras” pero en un sentido nuevo, no las esposas víctimas y sacrificadas de la etapa anterior sino las que están ahora al lado de los hombres en el trabajo y en la lucha. Y añado, porque seguramente hace falta añadirlo, que a esas mujeres armadas nadie les regala nada, tampoco sus “compañeros”: todo lo que van a tener lo conseguirán ellas por sí mismas.

Para percibir mejor este fenómeno convendría disponer de las cifras cuantitativas concretas de la incorporación de la mujer a la fuerza de trabajo, y la variación de la tasa de población activa femenina entre 1965 y 1975. Intuyo que se produjo un salto sustancial, y que la causa de la nueva visibilidad de la mujer trabajadora en los setenta reside en ese salto. Ahora hay lo que antes no había. No ha cambiado la mirada del hombre (no ha cambiado “tanto”), sino el objeto contemplado, que ahora es mucho más visible porque tiene mucho más bulto. Lo cual significa también que cuando comparamos situaciones del año 65 con las del 75 estamos comparando comportamientos distintos de personas distintas: una nueva generación ha saltado a la palestra. Las grandes luchas obreras del tardofranquismo son protagonizadas por hombres y mujeres jóvenes, recién llegados de sus pueblos a los polígonos recién inaugurados del desarrollismo.

Son hombres y mujeres que vienen de un trasfondo rural, de una cultura tradicional, de un contexto de respeto reverencial y obediencia a los mayores. Vienen en masa, entran en masa a las fábricas (una liberación para ellas, después de años en que la mejor opción para encontrar un trabajo en las grandes ciudades era el servicio doméstico) y se acomodan rápidamente al anonimato de la gran fábrica fordista. Desde ese anonimato las mujeres buscan vías de mejora en su condición, se enfrentan al mismo tiempo a los encargados, a los varones privilegiados salarialmente y a las ideas (rancias) establecidas, y sienten ansias de vivir su propia vida. Pero esas ansias se ven refrenadas con severidad por el contexto del que proceden y al que aún pertenecen: padres (incluso de izquierdas), novios, parientes y ese colectivo escudriñador del pueblo de procedencia, con el que no se han roto los lazos.

Hay que comprenderlo, ellas se jugaban en el envite más que nosotros. Si las cosas iban mal todos arriesgábamos lo mismo: la cárcel, la tortura en el peor de los casos, el truncamiento del futuro. Pero ellas se arriesgaban incluso si las cosas iban bien: encierros, prohibiciones, castigos paternos, hablillas y murmurios; en definitiva, descrédito personal por haber invadido terrenos vedados, y devaluación de las expectativas de una vida mejor. Por eso muchas trabajadoras insistieron en conservar en todo momento el anonimato, y desarrollaron en la lucha obrera métodos peculiares que pusieron toda la insistencia en la solidaridad inamovible del colectivo: «O todas o ninguna.» La expresión vale sobre todo en femenino, aunque colectivos de varones, o mixtos, también la utilizaran.

Y es esa una de las causas de que no aparezcan nombres de mujeres (los de varones son también muy raros) en las reseñas de luchas obreras. Fueron muchos, y más aún entre las mujeres, los que no quisieron que aparecieran sus nombres porque podían atraer represalias y listas negras. El caso de los presos era distinto, era necesario provocar una solidaridad ciudadana personalizada en torno a ellos. Varo cita a los hombres del proceso 1001 y a Moscoso, Prats, Martínez y Bravo, del Textil. Pero son casos similares a los de los 113 detenidos de la Assemblea de Catalunya, y entre ellos he contado 18 nombres de mujeres. Sin problema, sin invisibilidad. He visto, por lo demás, entre las fuentes documentales del libro de Varo testimonios de mujeres que no se presentan con su nombre sino con iniciales. Es un indicio de lo que digo. Las mujeres surgidas de hábitats urbanos, y en particular las que accedieron a una educación de grado superior, superaron ese hándicap de partida y fueron las que mayoritariamente se proyectaron a puestos de dirección y adquirieron una adecuada visibilidad personal.

Vale la pena citar lo que dice una de las mujeres de esa última fracción citada, Cinta Llorens, sobre su integración a CC.OO. (traduzco del catalán, pág. 105): «Yo lo recuerdo como mi liberación, quiero decir, conocí gente con unos planteamientos de vida diferentes (…) y yo estaba cómoda, estaba feliz, me sentía persona… Fue la primera vez que no me trataron como a una mujer (…) Pues claro, me di cuenta de que no…, de que las chicas pintábamos lo mismo que los hombres.» No se ha insistido lo bastante, a mi entender, al redactar la historia de las Comisiones Obreras, en el ámbito de libertad que representó en todos los niveles el horizonte del sindicato, como contraposición a una vida política menguada, a una vida social desenraizada, a una vida familiar y religiosa represora y cicatera. Estoy hablando de los últimos años del tardofranquismo, la época del movimiento sociopolítico, de las coordinadoras y de las grandes asambleas de fábrica, de polígono o de localidad, cuando todo era un magma en efervescencia, cuando todo se ponía en discusión y el futuro era un libro aún por abrir. En las organizaciones políticas había más burocracia y más jerarquías, pero el trabajo sindical venía a ser el reino de la anarquía sobre la tierra, una segunda parte – bajo las porras de los grises – del Mayo francés. Aquella libertad nos enganchó a muchos, y tuvo un fuerte efecto intoxicante y afrodisíaco. Compañeros y compañeras interactuaron con un sentido total de libertad, y hubo profusión de cuernos, de rupturas entre militantes y de recomposiciones de todo tipo entre ellos (mujeres con hombres, mujeres con mujeres, hombres con hombres). Fue una de las características de la época, pero no pasó de ser un epifenómeno. Lo que indicaban los grandes movimientos era una nueva relación, una fusión feliz (aunque efímera) entre clase y género. El final del franquismo fue su colofón, las penurias de la transición su punto final.


Una última observación acerca del libro. Una frase sobra, la siguiente: «Las trabajadoras también veían peligrar su dignidad cuando sufrían acoso sexual. No se han encontrado plataformas reivindicativas con referencias a este problema…» (pág. 121). Ni se encontrarán nunca. Ahí Nadia Varo ha sufrido un resbalón. No se puede ni se debe negociar ni formular pactos sobre algo que es en sí mismo un delito. Tanto valdría llegar a consensos sobre el funcionamiento de la caja B de una empresa. Y eso no quiere decir que no haya cajas B, ni que los sindicatos no sean conscientes de esa realidad.