Es una lástima que la historiadora
Nadia Varo Moral haya elegido un enfoque tan particular y especializado para
abordar la historia sindical de las mujeres, en Las militantes ante el espejo.
Clase y género en las CC.OO. del área de Barcelona (1964-1978) [Materials d’Història de l’Arxiu,
Fundació Cipriano García de CC.OO. de Catalunya, 2014. Presentación a cargo de
Javier Tébar]. Sin variar el ámbito local ni temporal de su relato, podía haber
compuesto una gran ópera y se ha limitado a dejarnos un movimiento de cuarteto.
Lástima, pero lástima remediable. El planteamiento es incisivo, con dos
capítulos centrales de mucha garra: cómo vio a las mujeres trabajadoras la
prensa obrera, y cómo se vieron ellas mismas. La documentación es extensa y
bien manejada, aunque a mi juicio peca de unilateral. En Resistencia ordinaria (Javier Tébar Hurtado ed.,
Valencia 2012) Varo ya había dejado reflejado cómo vieron las fuerzas represivas
del franquismo a las mujeres del sindicato; ahora podía haberse completado esa
visión con testimonios orales y escritos – que los hay, y si no bastan se piden
más – de cómo las vimos y cómo las recordamos sus compañeros varones. La prensa
obrera, en aquel contexto de clandestinidad y de precariedad, no es un
barómetro fiable para establecer cuál fue la mirada de la “clase” sobre el
“género”, para emplear las categorías enunciadas por Varo. Esa prensa estuvo
mediatizada por demasiadas variables. Yo añadiría incluso que ni siquiera debe
suponerse una validez general a ese arquetipo de masculinidad de la clase que
apunta la autora (págs. 91-96). Cierto que en las asambleas se repetía con
cierta frecuencia la propuesta de «poner los cojones encima de la mesa»,
operación que habría resultado tan embarazosa como fisiológicamente imposible
para las “chicas”, “compañeras”, etc. Pero otra de las frases que más oí
repetir, y que compensa hasta cierto punto la anterior, fue: «Ellas tienen más
cojones que nosotros». Lo cual da al término “cojones” un significado peculiar.
Manolo Vázquez Montalbán lo entendió muy bien cuando escribió que estaba «hasta
los cojones del alma». Bravo por Manolo. Los cojones del alma no tienen género.
Primera propuesta, entonces, incluir en
el balance final del estudio de Varo el testimonio de los “chicos”, de los
“compañeros”. Aparecerá, estoy seguro, en ese testimonio mucho residuo
machista, pero el dato no ese; el dato debe ser el cambio de tendencia, lo
nuevo que – estoy seguro también – se percibe en los primeros años setenta
dentro de una concepción del movimiento obrero y sindical que venía lastrada
por la herencia aciaga de la derrota civil y del movimiento clandestino de
resistencia en los años de plomo. Las mujeres aparecen de pronto en el nuevo
contexto revestidas de todas sus armas, como surgió Atenea de la rodilla de
Zeus. Tienen voz propia, voluntad propia, y están adecuadamente provistas de
cojones del alma. Son “compañeras” pero en un sentido nuevo, no las esposas
víctimas y sacrificadas de la etapa anterior sino las que están ahora al lado
de los hombres en el trabajo y en la lucha. Y añado, porque seguramente hace
falta añadirlo, que a esas mujeres armadas nadie les regala nada, tampoco sus
“compañeros”: todo lo que van a tener lo conseguirán ellas por sí mismas.
Para percibir mejor este fenómeno
convendría disponer de las cifras cuantitativas concretas de la incorporación
de la mujer a la fuerza de trabajo, y la variación de la tasa de población
activa femenina entre 1965 y 1975. Intuyo que se produjo un salto sustancial, y
que la causa de la nueva visibilidad de la mujer trabajadora en los setenta
reside en ese salto. Ahora hay lo que antes no había. No ha cambiado la mirada
del hombre (no ha cambiado “tanto”), sino el objeto contemplado, que ahora es
mucho más visible porque tiene mucho más bulto. Lo cual significa también que
cuando comparamos situaciones del año 65 con las del 75 estamos comparando
comportamientos distintos de personas distintas: una nueva generación ha
saltado a la palestra. Las grandes luchas obreras del tardofranquismo son
protagonizadas por hombres y mujeres jóvenes, recién llegados de sus pueblos a
los polígonos recién inaugurados del desarrollismo.
Son hombres y mujeres que vienen de un
trasfondo rural, de una cultura tradicional, de un contexto de respeto
reverencial y obediencia a los mayores. Vienen en masa, entran en masa a las
fábricas (una liberación para ellas, después de años en que la mejor opción
para encontrar un trabajo en las grandes ciudades era el servicio doméstico) y
se acomodan rápidamente al anonimato de la gran fábrica fordista. Desde ese
anonimato las mujeres buscan vías de mejora en su condición, se enfrentan al
mismo tiempo a los encargados, a los varones privilegiados salarialmente y a
las ideas (rancias) establecidas, y sienten ansias de vivir su propia vida.
Pero esas ansias se ven refrenadas con severidad por el contexto del que
proceden y al que aún pertenecen: padres (incluso de izquierdas), novios,
parientes y ese colectivo escudriñador del pueblo de procedencia, con el que no
se han roto los lazos.
Hay que comprenderlo, ellas se jugaban
en el envite más que nosotros. Si las cosas iban mal todos arriesgábamos lo
mismo: la cárcel, la tortura en el peor de los casos, el truncamiento del
futuro. Pero ellas se arriesgaban incluso si las cosas iban bien: encierros,
prohibiciones, castigos paternos, hablillas y murmurios; en definitiva,
descrédito personal por haber invadido terrenos vedados, y devaluación de las
expectativas de una vida mejor. Por eso muchas trabajadoras insistieron en
conservar en todo momento el anonimato, y desarrollaron en la lucha obrera
métodos peculiares que pusieron toda la insistencia en la solidaridad
inamovible del colectivo: «O todas o ninguna.» La expresión vale sobre todo en
femenino, aunque colectivos de varones, o mixtos, también la utilizaran.
Y es esa una de las causas de que no
aparezcan nombres de mujeres (los de varones son también muy raros) en las
reseñas de luchas obreras. Fueron muchos, y más aún entre las mujeres, los que
no quisieron que aparecieran sus nombres porque podían atraer represalias y
listas negras. El caso de los presos era distinto, era necesario provocar una
solidaridad ciudadana personalizada en torno a ellos. Varo cita a los hombres
del proceso 1001 y a Moscoso, Prats, Martínez y Bravo, del Textil. Pero son
casos similares a los de los 113 detenidos de la Assemblea de Catalunya,
y entre ellos he contado 18 nombres de mujeres. Sin problema, sin
invisibilidad. He visto, por lo demás, entre las fuentes documentales del libro
de Varo testimonios de mujeres que no se presentan con su nombre sino con
iniciales. Es un indicio de lo que digo. Las mujeres surgidas de hábitats
urbanos, y en particular las que accedieron a una educación de grado superior,
superaron ese hándicap de partida y fueron las que mayoritariamente se
proyectaron a puestos de dirección y adquirieron una adecuada visibilidad
personal.
Vale la pena citar lo que dice una de
las mujeres de esa última fracción citada, Cinta Llorens, sobre su integración
a CC.OO. (traduzco del catalán, pág. 105): «Yo
lo recuerdo como mi liberación, quiero decir, conocí gente con unos
planteamientos de vida diferentes (…) y yo estaba cómoda, estaba feliz, me
sentía persona… Fue la primera vez que no me trataron como a una mujer (…) Pues
claro, me di cuenta de que no…, de que las chicas pintábamos lo mismo que los
hombres.» No se ha insistido
lo bastante, a mi entender, al redactar la historia de las Comisiones Obreras,
en el ámbito de libertad que representó en todos los
niveles el horizonte del sindicato, como contraposición a una vida política
menguada, a una vida social desenraizada, a una vida familiar y religiosa
represora y cicatera. Estoy hablando de los últimos años del tardofranquismo,
la época del movimiento sociopolítico, de las coordinadoras y de las grandes
asambleas de fábrica, de polígono o de localidad, cuando todo era un magma en
efervescencia, cuando todo se ponía en discusión y el futuro era un libro aún
por abrir. En las organizaciones políticas había más burocracia y más
jerarquías, pero el trabajo sindical venía a ser el reino de la anarquía sobre
la tierra, una segunda parte – bajo las porras de los grises – del Mayo
francés. Aquella libertad nos enganchó a muchos, y tuvo un fuerte efecto
intoxicante y afrodisíaco. Compañeros y compañeras interactuaron con un sentido
total de libertad, y hubo profusión de cuernos, de rupturas entre militantes y
de recomposiciones de todo tipo entre ellos (mujeres con hombres, mujeres con
mujeres, hombres con hombres). Fue una de las características de la época, pero
no pasó de ser un epifenómeno. Lo que indicaban los grandes movimientos era una
nueva relación, una fusión feliz (aunque efímera) entre clase y género. El
final del franquismo fue su colofón, las penurias de la transición su punto
final.
Una última observación acerca del
libro. Una frase sobra, la siguiente: «Las trabajadoras también veían peligrar
su dignidad cuando sufrían acoso sexual. No se han encontrado plataformas
reivindicativas con referencias a este problema…» (pág. 121). Ni se encontrarán
nunca. Ahí Nadia Varo ha sufrido un resbalón. No se puede ni se debe negociar
ni formular pactos sobre algo que es en sí mismo un delito. Tanto valdría
llegar a consensos sobre el funcionamiento de la caja B de una empresa. Y eso
no quiere decir que no haya cajas B, ni que los sindicatos no sean conscientes
de esa realidad.