Después de pasar un tiempo indeterminado – unos hablan de
treinta días, otros de treinta años – en la cumbre del Sinaí, en íntimo diálogo
con la zarza que ardía sin consumirse, el Profeta descendió a la llanura armado
con dos formidables Tablas de la
Ley : la una sobre la regulación del aborto, la otra sobre la
reforma de la justicia.
Se dirigió a las gentes de las doce tribus y les habló de
aquellas Nuevas Leyes. Predicó a las feministas un feminismo más auténtico y
más elevado; predicó a los progresistas una norma más progresista aún, mucho
más, que el mismo progreso; reprochó a los jueces su extravío por los senderos
laberínticos de una administración de la justicia a la que él venía a
proporcionar el lustre y la claridad que le faltaban.
Nadie le entendió. Los más recalcitrantes ni siquiera le
escucharon; se limitaron a volverle la espalda. Pero también sus partidarios
más acérrimos se sintieron confundidos y desconcertados. Alguno llegó a
murmurar en voz baja: «Alberto, no jodas.» Le pidieron tiempo para reflexionar
y él, siempre generoso, lo concedió. Al final la respuesta fue: No.
Entonces el Profeta estrelló contra el filo de una roca e hizo
añicos las Nuevas Tablas de la
Ley Gallarda. No montó en cólera, por ser esta una pasión
demasiado humana. Se culpó en público a sí mismo de su fracaso, pero lo hizo de
modo que se entendiera que el fracaso consistía en no haber podido hacer entrar
en las molleras cerradas de sus congéneres la excelencia superior de las
propuestas que él les había traído. Y anunció su decisión irrevocable de
dimitir de sus altos cargos y abandonar la política.
Tomar puerta, vamos. Pero atención, no se excluye que dicha
puerta pueda ser giratoria. Veríamos a Alberto más pronto que tarde sentado a
la mesa de algún consejo de administración, quizá de empresas eléctricas,
petroleras o bancarias. Se trata de soluciones manidas si bien se mira, pero
también los espíritus más exclusivos, más happy
few, precisan de un punto de
apoyo sólido desde el cual impulsarse hasta las almenas de la torre de marfil
en la que disponen de un observatorio excelente para escudriñar y reprobar los
excesos y los vicios de las gentes de las ciudades de las llanuras.
También es posible que Alberto siga pisando los fines de semana
las moquetas de la zona noble del estadio Santiago Bernabeu. Visto desde un
palco de honor, incluso algo tan banal como el fútbol tiene su chispa de
grandeza, y nadie alzará la voz para reprochar a los privilegiados la
celebración con champaña y canapés de las proezas atléticas de Cristiano
Ronaldo.