A mí me parece que no existe ese “suflé catalán” sobre el que
especulan los poncios. Suflé como metáfora de un sentimiento que debido al
calor artificial del entorno sube desproporcionadamente en un punto dado, y
luego baja con la misma rapidez. Tiendo a creer que el soberanismo en Catalunya
corresponde a la categoría de los grandes movimientos, y no a la de las
bagatelas coyunturales. El error de los poncios consiste, a mi entender, en que
cuando miran hacia Catalunya observan solo el establishment que ocupa la fila
de candilejas en el escenario, y todo el resto lo omiten como calderilla
política de escaso valor. Deberían hacer exactamente lo contrario, fijar la
mirada en la ciudadanía de a pie y no dar a importancia a las querellas entre
Mas y Duran o al pufo que se le ha descubierto en Andorra a la familia Pujol.
(Nadie se ha rasgado las vestiduras hasta el momento en relación con las horas
bajas del Ex; no ha habido llanto, ni crujir de dientes, ni conversiones
repentinas en el camino de Damasco.)
El soberanismo es un estado de ánimo extendido en Catalunya pero
no aún un proyecto político con cara y ojos; y se alimenta de una
insatisfacción política de hondo calado que abarca tanto los desafueros
(utilizo la expresión a conciencia) de un Estado (opresor) torpe y cegatamente
centralista, como los ejercicios de fontanería experimental – sería descortés
llamarlos chapuzas – de una clase política autóctona claramente por debajo del
nivel mínimo deseable para afrontar una coyuntura difícil como la que atravesamos.
Sor Teresa Forcades se hizo portavoz hace algún tiempo de la necesidad de
suprimir los partidos políticos para hacer de Catalunya otra cosa. Es una
barbaridad, claro, pero una barbaridad sintomática.
El artefacto político renovador “Podemos” ha surgido, en
latitudes muy próximas a las del soberanismo catalán, del mismo género de
insatisfacción. Su discurso es parecido: no hay aún una arquitectura política
consensuada y todo el énfasis se coloca en el derribo de lo existente: del
ordeno y mando, del ajo y agua, del arribismo, de la mediocridad, de la
incompetencia, de la corrupción; y, como temas más de fondo, de la
redistribución injusta y ventajista de la riqueza generada por la sociedad, y
de la mala asignación de los recursos del Estado en beneficio de los más
conspicuos de entre sus servidores (la casta, las puertas giratorias).
No hay suflé Catalunya ni suflé Podemos. Hay hartazgo, y el
hartazgo es un movimiento – una movida – de fondo, que no se arregla con
cosméticos. Los analistas de fifiriche truenan contra soberanistas y contra
indignados porque los consideran brotes inmaduros de primitivismo político.
Puede que lo sean, si se atiende sobre todo a la ausencia, todavía, de un
proyecto y de un trayecto capaces de vertebrar a todas las sensibilidades
diferentes e incluso contrapuestas que apuntan en el fondo del magma en
efervescencia de una ciudadanía indignada. Hay muchos hilos de los que tirar,
en esa perspectiva. Nos encontramos inmersos en un paradigma político y
económico nuevo, en el que han cambiado drásticamente muchas cosas, y sobre
todas ellas la vida de las personas y sus expectativas de futuro. Es lógico que
ante tantas novedades cueste ir afinando las síntesis sucesivas de un
itinerario político compartido que dé respuesta a todas las incógnitas y
soslaye todas las trampas interpuestas en el camino.
Pero el preámbulo del proyecto futuro y el punto de partida del
trayecto a emprender por los movimientos y por la utopía soberanista, que muy
bien podrían coincidir, templarse y reforzarse recíprocamente en un estadio de
elaboración más avanzado, están situados en la necesidad de acabar con un
género de desgobierno que interpreta a la sociedad civil como un ente abstracto
puesto al servicio del Estado de derecho; y construir, muy al contrario, un
Estado de derecho ágil y eficaz, puesto – volcado – en todo momento y en
cualquier circunstancia al servicio de la sociedad civil concreta, de la
ciudadanía.