El
gobierno del Partido Popular está dispuesto a hacer aprobar en solitario y por
la brava una nueva ley electoral para las municipales, que vendrá a consagrar
como alcaldes a los/las cabezas de la lista más votada con un suplemento de
concejales que les asegurará la mayoría en el consistorio. La noticia es que le
ha surgido un apoyo en donde tal vez menos se lo esperaba: en Cataluña. A
Convergència i Unió le gusta el proyecto. Cospedal se ha apresurado a cantar
victoria y a reclamar “diálogo” de todo el amplio abanico de la oposición
restante. El diálogo es, en efecto, un ingrediente muy necesario de la
política, pero sólo cuando se produce antes de tomar las decisiones, y con el
fin de consensuarlas; no después, para obligar a todos a asumir una decisión
adoptada según el principio del ordeno y mando. Resulta obsceno que un gobierno
que ha convertido en tabú la práctica del diálogo venga ahora a reclamarlo de
la oposición en relación con decisiones ya tomadas.
En
cualquier caso, la posición de CiU en este punto no responde a ningún diálogo,
ni previo, ni en curso, ni en perspectiva, con el gobierno central. Los puentes
siguen rotos, y no hay previsión inmediata de recomposición. Dicen que Mariano
Rajoy tiene un plan B para Cataluña (extraño, cuando nunca ha tenido ni
siquiera un plan A) y que lo pondrá en marcha después de que el TC lamine la
ley de consultas aún pendiente de aprobación en el Parlament catalán, y haga
constitucionalmente inviable el referéndum soberanista del 9 de noviembre. Sea
o no cierto el rumor, es precisamente en esta perspectiva de un plan B en la
que encaja el entusiasmo del gobierno autonómico catalán por la nueva ley de
los populares. Le viene como un maná caído del cielo.
Artur
Mas tendrá que hacer aún unos cuantos jeribeques para que sus propuestas
lleguen a ser aceptadas en un entorno bastante escéptico en lo que se refiere a
su liderazgo, pero la ley de los alcaldes mayoritarios le brinda un instrumento
idóneo para reconvertir una situación francamente adversa. La idea sería, como
se ha anunciado a partir de los pertinentes globos sonda, convertir las
elecciones municipales en un seudo referéndum plebiscitario sobre la
independencia. Plebiscito, ese es el concepto clave. José Luis López Bulla
prefiere llamarlo “plebeísmo”, por la degradación que impone a los electores, a
los que obliga a pronunciarse de forma taxativa entre un Sí y un No, a estar de
forma incondicional a favor de Nosotros y en contra de Ellos. En un mundo en el
que cada vez resultan más sustanciales los matices, y se extienden hasta
predominar en el paisaje los tonos apagados, los grises y los “esfumatos”, el
plebeísmo como doctrina política impone la crudeza del blanco o el negro, sin
transición ni transacción entre ellos. Sin diálogo, por más que Cospedal se
haya hecho al respecto ilusiones vanas.
La
idea de CiU para las municipales es agrupar en una candidatura conjunta a las
fuerzas soberanistas, de modo que los resultados arrojen una mayoría abrumadora
en favor de una Cataluña independiente. Claro que sería una mayoría ful,
introducida de matute en los comicios disfrazada de lagarterana; pero tendría
la virtud de soslayar la prohibición del Constitucional y colocar de nuevo la
pelota en el campo del gobierno.
La
pelota podría quedarse allí bastante tiempo. Las elecciones generales estarán
para entonces a la vuelta de la esquina, y dada la escasa propensión de Rajoy
al diálogo y su alergia a proyectar cualquier cosa que sea, tengo la sospecha
razonable de que el plan B de nuestro presidente consista en quedarse plantado
delante de la ventana para ver si finalmente aparecen los brotes verdes de la
economía.
De
momento, en el mes de agosto se ha producido un repunte del paro. El nuevo
curso político se anuncia movido.