viernes, 15 de diciembre de 2017

DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE TRABAJO


Javier Aristu ha hecho una reflexión de enjundia sobre el “desconcierto” de la izquierda en torno a las cuestiones – básicas – del trabajo y de la ciudadanía (1).
Me parece posible ir un poco más allá, por el camino que él señala. Diría, discúlpenme si especulo demasiado, que el desconcierto mencionado proviene de una cuestión semántica. A saber: por desidia o por comodidad mental, la izquierda presente (vieja y nueva) sigue teniendo la misma concepción del trabajo que tenía el ingeniero Taylor, y la misma concepción de la ciudadanía de lord Beveridge. Ahora bien, dado que en estos terrenos se ha producido un seísmo (empleo la palabra utilizada por el jurista Umberto Romagnoli) morrocotudo y los anteriores paradigmas han quedado reducidos a ruinas lamentables, se hace preciso constatar que ni “trabajo” ni “ciudadanía” son términos unívocos, y en consecuencia urge rellenarlos con significados adecuados al actual escalón productivo y a las relaciones sociales realmente existentes.
En breve. El trabajo según lo entendemos es un proceso abstracto, fungible y deshumanizado. Esa fue la percepción predominante en los tiempos de la hegemonía de la organización fordista de la producción, con la irrupción poderosa del maquinismo, y se ha acentuado aún más con los progresos de la tecnología digital y de la robótica. Trabajo es entonces lo que ejecutan las máquinas. El trabajo físico de los hombres se sitúa al servicio de las máquinas, en la medida en que sigue siendo necesario suplir algunos automatismos todavía inexistentes, o realizar tareas de mantenimiento y de reparación.
El trabajo es, de otro lado, un ingrediente imprescindible de la mercancía acabada. Supone un costo que es necesario amortizar a través del precio del producto final. La mercancía acude al mercado y se intercambia allí. El beneficio resultante del intercambio se distribuye luego entre los factores de producción. En este último proceso, la distribución, se concentra el único elemento de desacuerdo entre las dos grandes partes concurrentes a la producción: el capital reclama para sí mismo la parte del león, para retribuir su inversión; y la representación de la fuerza de trabajo intenta mejorar la cuota muy escasa que le es atribuida de las ganancias.
Incluso cuando desde la izquierda se reclama la centralidad del trabajo, se sigue este esquema invariable. Cuando se propugna un trabajo “decente” o “digno”, lo que se tiene presente es la remuneración decente o digna del trabajo tal como es: subordinado, heterodirigido, deshumanizado. Y cuando se establece una relación directa entre trabajo y ciudadanía, a lo más que se alcanza por lo general es a reclamar para todos los ciudadanos un empleo, uno cualquiera, no el elegido por ellos, que les permita subsistir.
La revolución socialista tampoco objetaba este esquema, sino que lo llevaba un paso más allá en el terreno de la distribución: no ya el salario, sino la propiedad de los medios de producción habían de ser para el colectivo abstracto, fungible, deshumanizado de los servidores de las máquinas. La dirección global de los procesos quedaría como antes en manos de minorías lúcidas capaces de discernir el sentido global de la historia. Dichas minorías ya no estarían al servicio del capital monopolista, sino del proletariado irredento. El Estado en tanto que artefacto redistribuidor de la riqueza creada se ocuparía de la retribución justa y adecuada de las elites pensantes, y del bienestar creciente de los servidores de las máquinas.
No era ese el camino adecuado, según ha sido posible comprobarlo en la parábola trazada por el socialismo real a lo largo del “corto” siglo XX. La respuesta al desconcierto de la izquierda tendría que centrarse más bien en la “sustancia” del trabajo, en su humanización, en las posibilidades que ofrece para la autorrealización de las personas que lo protagonizan. Trabajo no “a las órdenes de”, sino con una esfera personal propia de decisión; trabajo no para el beneficio del accionista, sino como valor social compartido; trabajo respetuoso con la naturaleza, con el medio ambiente, con un desarrollo sostenible controlado y monitorizado desde instancias democráticas imposibles de soslayar; trabajo no para el mercado, sino para la utilidad social debatida y decidida de forma amplia por las instancias de la sociedad civil, y en primerísimo lugar por los propios trabajadores desde sus lugares de trabajo. En eso consistiría la democracia económica.
Ajustar el Estado a esta renovada concepción de un trabajo humano implica asignarle una función, no de Leviatán todopoderoso, sino de superestructura plasmada a partir de la sociedad civil y controlada en todo momento por ella. Y este nuevo significado de los sintagmas nominales “Estado” y “ciudadanía” daría un contenido nuevo a otro término hoy devaluado y vacío casi por completo de sentido, el de la “política”.
Estoy dibujando una utopía. Una Ítaca inalcanzable. Pero Constantino Cavafis, un poeta de Alejandría, sostuvo que en el viaje a Ítaca lo importante es el viaje en sí; no el destino final.