Inevitable volver
la vista a Catalunya desde Atenas, el domingo por la mañana, en el paseo de
Dionisiou Areopagitou, frente a la embajada de España, adonde toda la familia
acompañamos a votar a mi hija. Sé lo que votó pero no voy a decirlo; tiene el
mismo derecho que cualquiera al secreto del voto.
El paseo de
Dionisiou Areopagitou era hace años una vía rápida en la metrópolis ateniense.
Fue Melina Mercouri, en su etapa de ministra del PASOK, quien lo cerró al
tráfico rodado, lo adecentó y lo convirtió en el lugar excepcional que es ahora.
Arranca el paseo de la puerta de Adriano, que daba acceso al templo de Zeus
Olímpico (algunas de sus gigantescas columnas se mantienen aun hoy en pie), y
asciende bordeando la colina de la Acrópolis por el costado del Odeón de
Herodes Ático, hasta Pnyx, el lugar elevado donde se reunía el Areópago y donde
se celebraban las asambleas cívicas. Al oeste de Pnyx, frente a la Acrópolis,
se alza la colina de Filopapo, un observatorio privilegiado de todo el conjunto
de la ciudad de Atenas, desde los montes Himeto y Licabeto por el oeste, hasta
el monte Egaleo, en cuya cima asentó sus reales Jerjes para presenciar la
batalla naval de Salamina.
En Pnyx predicó el
apóstol Pablo, y según la tradición convirtió al cristianismo a una multitud de
atenienses. Dionisio el Areopagita fue un discípulo de Pablo y llegó a obispo
de Atenas. Nunca formó parte del Areópago, debe su epíteto solo a que vivió en
esta zona de la ciudad. El paseo se divide equitativamente entre los dos
figurones piadosos: la porción que asciende desde la puerta de Adriano está
dedicada a Dionisio, y lleva el nombre del Apostolou Pavlou la que desciende
desde Pnyx hasta el enclave del ágora antigua, limitada de un lado por el templo
de Teseo, el Teseion, y del otro por el pórtico restaurado de Átalo.
Es el mejor paseo posible
en Atenas, una ciudad por lo demás muy desastrada; y pocos habrá en el mundo
que puedan rivalizar con él en la estética y en la memoria histórica.
Transcurre entre bosques de pinos y olivos silvestres, con sotobosque de
laureles y romeros. En la parte alta, a ambos lados del paseo adoquinado el
suelo está tachonado de mármoles, mosaicos, columnas rotas, cuevas que fueron
viviendas. Despunta en la altura el frontón occidental del Partenón y la parte superior
de sus columnas dóricas, por encima del conglomerado de los Propíleos. En la
parte baja del paseo, del lado del ágora antigua y de la plaza de Monastiraki,
proliferan los puestos de souvenirs y otras ventas callejeras, y tienden a ocupar
todo el espacio disponible las terrazas de innumerables bares y restaurantes
populares que ofrecen a la clientela, ya que no manjares refinados, sí unas
vistas incomparables.
Inevitable desde
aquí volver la vista a Catalunya, decía al principio. Es muy verosímil que las
elecciones del jueves sean un paso más en la cristalización de una fractura
social que tiende rápidamente a hacerse irreversible. Se atisban aún remedios
posibles, pero no hay mayorías claras, ni en el pequeño país ni en la grande
España, dispuestas a aplicarlos. Un bucle melancólico nos empuja a repetir a muchos
siglos de distancia las guerras del Peloponeso.
En el paseo placentero
e instructivo entre Dionisiou Areopagitou y Apostolou Pavlou es posible ver con
una transparencia excepcional tres realidades superpuestas: Lo que fue Atenas. Lo
que ya no es. Lo que pudo haber sido.
No hay comparación
posible con Catalunya, ya lo sé. Esta es una reflexión hecha a deshora.