Se lo oí decir a
Manuela Carmena y Ada Colau en un acto al aire libre, en Barcelona, el año
pasado: «Nosotras no somos antisistema, es que queremos un sistema mejor.»
La constitución es
un elemento esencial de cualquier sistema, de cualquier estado de derecho. Conviene
aclarar entonces que quienes abogamos por cambiar la que rige en este momento en
este estado de derecho no estamos en contra de la constitución como elemento vertebrador de
la vida de las personas. No somos filibusteros. No estamos en contra de todas
las constituciones posibles. Es solo que queremos una más adecuada a nuestra
circunstancia.
Hay que distinguir,
entonces, entre quienes somos constitucionalistas en el sentido de desear la mejor
constitución posible ahora, la que se adapte con más coherencia a nuestras
vivencias y a nuestras necesidades actuales; y quienes son constitucionalistas
en el sentido de defender “la” constitución existente, y ninguna otra, y no
admiten en ningún caso la posibilidad de cambios ni mejoras de ninguna clase.
Estos últimos, y el
primero de la larga lista es don Mariano Rajoy, ventajista de profesión y
escamón por naturaleza, elaboran para sus fines una teología de la constitución
intocable e intangible, en lo más alto del cielo, reinando indiscutida sobre
una tierra de hombres de buena voluntad.
Se equivocan. Algunos
de buena fe, porque son creyentes sinceros en la servidumbre voluntaria; otros de
mala fe, porque les conviene, porque les viene bien aplicar sanciones
constitucionales a quienes se niegan a entrar por las buenas en el redil,
mientras que ellos mismos quebrantan siete veces siete al día la misma constitución
que homenajean.
No son las personas
las que deben adaptarse a la constitución, sino la constitución la que debe
adaptarse a las personas. Nuestra relación con la constitución es laica,
nosotros/as la instauramos y nosotros/as, también, la cambiamos cuando deja de
ser útil al común. No es la constitución la que otorga derechos a la
ciudadanía; la constitución los reconoce. Se limita a consagrar como normal lo
que a nivel de calle es simplemente normal.
Y cuando a una
constitución concreta le ocurre lo que a todas las cosas perecederas, que su
funcionamiento deja de ser adecuado, no debe ser ningún trauma cambiarla, igual
que hacemos con una tostadora de pan fundida o con una nevera que ha dejado de
enfriar. No se le ocurre a nadie entronizar la nevera sobre un zócalo de
bronces y asegurar que nunca jamás cambiará de nevera, o esta o ninguna, la ama.
Si Mariano Rajoy no
está dispuesto a cambiar pacíficamente una constitución que pierde aceite desde
hace años, Mariano Rajoy pasa a ser el problema. Urge cambiarlo a él primero, y
la constitución después.
Sin dramas. Sin
teologías.