(Cuento de Navidad al estilo de
Charles Dickens)
En verano es el
cuento de nunca acabar, pero a finales de diciembre y después de varios días
revueltos, la aparición de buena mañana en la playa de una patera se convirtió
casi en un acontecimiento. Corrimos allá muchos, unos con agua potable y otros
con mantas, porque el personal venía en bastante mal estado. En la fonda
prepararon un puchero de caldo caliente y enviaron los panecillos que habían
sobrado del día antes. Al poco se personó la Benemérita con dos autobuses y se
llevó a todos los africanos a Rota, para encerrarlos en un polideportivo y
luego ya se verá.
Era casi mediodía
cuando, al volverme para casa, oí gemidos ahogados que salían del fondo del
cobertizo de las barcas. Me asomé y los vi: muy jóvenes, de piel muy negra y
reluciente. Él me hacía señas desesperadas de que guardara silencio, y ella,
acostada de lado sobre la arena, debía de estar con los dolores del parto y se
tenía con las manos una barriga formidable.
─ Voy a buscar
ayuda – les dije, ayudándome con gestos, y corrí a buscar a don Melchor el
médico.
Doña Virtudes, su señora,
no quería saber nada; incluso le chilló que dejara que los paganos se las
arreglaran solos, pero don Melchor tenía principios y proclamó que allá donde
fuese requerido debía ir porque le obligaba a ello el juramento hipocrático.
Mientras nos
acercábamos los dos a buen paso al cobertizo de las barcas, doña Virtudes hacía
correr la noticia entre las fuerzas vivas. Don Melchor me mandó a buscar
sábanas limpias, toallas y agua caliente donde pudiera encontrarlas. De modo
que cuando estuve de vuelta con todo lo pedido y acompañado de mi madre, que
fue la que se ocupó de la intendencia requerida y se presentó para ayudar en lo
que fuera, encontramos allí al secretario del ayuntamiento, al señor párroco y
al cabo de la guardia civil. Los tres discutían acaloradamente, y don Melchor
se impacientaba:
─ ¡Queréis callaros
ya!
El cabo Agapito
insistía en que él no podía hacer la vista gorda y debía dar parte a la
superioridad. Mosén Senén barruntaba que aquellos podían ser musulmanes, y no
tenían cabida en el pueblo por el mal ejemplo que serían para los vecinos.
Jorge Pablo, el secretario municipal, se sentía obligado a recabar los datos de
los foráneos itinerantes con el fin de rellenar puntualmente los estadillos y
dejar constancia oficial del nacimiento ocurrido en el término. Mi madre pasó
como un ciclón por medio de ellos, adecentó con unas sábanas remendadas pero
limpias el rincón del cobertizo y ayudó a don Melchor a tirar de la cabecita
morena que asomaba ya entre los muslos de ébano de la mujer.
El parto concluyó
felizmente. El infante daba tiernos vagidos envuelto en varias toallas. La
madre dijo llamarse Aminata, y el padre Sekou. Venían de Cotdivuar, un lugar
que Jorge Pablo dijo que era el mismo que nosotros llamamos Costa de Marfil.
Gaspar, el mozo de la fonda, apareció hacia las dos con una bandeja de
bocadillos y un termo de café recién hecho. Don Práxedes, el patrón, lo había increpado
cuando salía:
─ ¡Adónde vas tú
con eso!
Y Gaspar le
respondió que “eso” lo pagaba él de su bolsillo, que ya echarían las cuentas.
Y don Práxedes
puntualizó entonces que muy bien, pero que a esa familia no la quería ver en su
establecimiento, porque tenía todas las habitaciones ocupadas.
Lo cual no era
verdad.
A media tarde, como
se había levantado viento del estrecho y el frío arreciaba, el negrito
Baltasar, que también había venido de abajo pero tenía papeles y trabajaba para
el ayuntamiento en la limpieza del monte, se presentó con su tractor acarreando
unas cuantas brazadas de leña con que hacer fuego.
Aposentamos a los
padres y al recién nacido en un aula de la escuela, que estaba cerrada por
vacaciones. Había allí una estufa de leña, y alguien aportó un camastro. Jorge
Pablo no quería asumir la responsabilidad de entregar la llave de las escuelas,
porque no tenía el visto bueno del señor alcalde, que había ido a Madrid a ver el
clásico futbolístico que enfrentaba al club de sus amores con el Barcelona.
Finalmente Jorge Pablo entregó las llaves, haciendo constar que dejaba a salvo
su responsabilidad.
El partido lo vimos
todos en el bar del Pascasio, bebiendo vino de Albondón y tapa de jamón de mono.
Sekou se entusiasmó con el duelo futbolístico, Aminata estaba recuperada y feliz,
y el niño era todo sonrisas. Más tarde averiguaríamos que Sekou era un
futbolista fenomenal y un fan de Drogba. Mateo, el entrenador del equipo del
pueblo, que milita en Segunda Regional, plantearía una batalla administrativa
en toda regla y conseguiría de una tacada inscribir a los recién llegados en el
censo y fichar a Sekou para el club en el mercado de invierno.
Mosén Senén, por su
parte, se plantó. O se bautizaba al niño, o no había caso. El cabo Agapito
dudaba. De un lado su deber era entregar a los prófugos a la superioridad para
su devolución en caliente a su país de origen; de otro, el fútbol le chiflaba,
y era consciente de que el club del pueblo ganaría muchos enteros con Sekou en
el eje de la delantera.
Los padres no
pusieron inconveniente en bautizar al niño, y tampoco en bautizarse ellos si con
eso iban a tener papeles. Así que días después Jorge Pablo preparó la
documentación precisa y don Próspero, el alcalde, que había vuelto tempestuoso
de su excursión futbolera a Madrid, acabó por resignarse a lo que denominó “los
hechos consumados”.
¿Cómo llamar al
chiquillo? Don Senén propuso los nombres de Jesús, Salvador o Deodato; doña
Virtudes prefería Tarsicio, porque tenía al santo una devoción especial; el
médico insistía en el nombre de Melchor, puesto que él mismo lo había puesto en
este mundo.
Pero en este punto
los padres fueron absolutamente intransigentes, rechazaron todas las
sugerencias y pusieron al niño el único nombre que les pareció digno e idóneo:
Lionel.