Anota José Luis
López Bulla en su bitácora una novedad que cree percibir en la emisión del voto
(1), a saber: antes uno votaba al partido con el que coincidía; ahora, vota al
partido que resulta coincidir con él.
Cierto y
sintomático. Hay además muchos modos de decirlo, y muchas facetas en la
constatación del fenómeno.
Por ejemplo: antes
el voto era estructural, y ahora es coyuntural.
Antes el voto se
concebía como un compromiso a largo plazo, y ahora es algo válido solo para el
corto e incluso cortísimo plazo.
Antes el voto era
un hecho situado en la esfera de la religión, y ahora es laico.
Antes el voto
estaba vinculado a un proyecto, y ahora a una coincidencia.
Antes el voto era a
favor de algo, y ahora se vota más bien en contra.
Todo lo cual es
fácilmente constatable, siempre que no se olvide otra constatación paralela: la
permanencia genérica de una fidelidad de voto muy considerable, para tantos por
ciento elevados del electorado.
Con esta salvedad,
es cierto que la “marca” arrastra bastante menos que en los tiempos dorados del
bipartidismo, y que entran en juego matices particulares que antes no contaban
apenas: las fobias y filias, los recovecos inesperados, los votos de castigo a
este/esta o aquel/aquella cabeza de lista.
Alguna relación tiene también el fenómeno con la insoportable levedad que ha adquirido el acto
mismo de votar. En este sentido se han roto viejos tabúes. La necesidad de
repetición de las últimas (penúltimas) elecciones generales rompió de pronto y
quizá para siempre con una disciplina mental arraigada. Ahora detrás de un resultado
electoral imposible de gestionar sabemos ya que no viene el caos ni el vacío
absoluto, sino todo lo más un vacío relativo de poder que puede resultar
incluso cómodo. Lo cual viene a significar que la vieja pamema del "voto útil" está ya para el desguace. La rectificación forzada del PSOE a la negativa inicial a un
voto de investidura para el "Joker" Eme Punto Rajoy ha sido uno de los episodios
más penosos y criticados de la etapa reciente: todos llegamos a la
conclusión de que estábamos mucho mejor antes de la encerrona de Ferraz. Y el voto
masivo al defenestrado Pedro Sánchez en las siguientes primarias vino a demostrarlo.
De modo que a nadie
le agobia la premonición de que los resultados del próximo 21D van a ser
inmanejables. Siempre habrá una nueva ronda en la perspectiva electoral, como ocurre con
los cafelitos en la sobremesa del bar.
Añádase que también
se ha roto el tabú del 155. Antes era algo pavoroso e innombrable, ahora nos
resulta sencillamente soportable salvo alguna ligera incomodidad. Quienes lo
apuestan todo al envite de derrotar el 155 pueden verse defraudados; tampoco
echamos los catalanes tanto de menos a los patriotas encarcelados o exiliados,
no es tan urgente sacarlos de la trena ni se está tan mal con Puigdemont a una
distancia prudente del Palau de la Generalitat.
La vida política se
ha desacralizado. Una de las razones – la apunta José Luis en su post – es la
ausencia de proyectos dignos de ese nombre. No se elaboran proyectos coherentes,
sino programas de mano con listados de medidas dispuestos a modo de un
ramillete floral de adorno. Lo diré más claro por si no se me ha entendido
bien: programas-florero, concebidos para hacer bonito y no para ser llevados a la práctica.
Y luego están las
retrancas personales y particulares, que en ocasiones alcanzan una dimensión
colectiva importante. Pondré un ejemplo que pertenece a una esfera diferente,
pero no tanto, de la política: la del fúrbol.
En el programa televisivo
Estudio Estadio propusieron a la audiencia un sondeo tan cándidamente dirigido,
que tuvo el efecto contrario. Se preguntó qué equipo deseaban los
telespectadores que ganara el Mundialito. El Real Madrid quedó tercero en la
votación, bastante por detrás del Gremio de Porto Alegre y del Jazira. Al
llegarse a la final, el programa volvió a preguntar, “ahora en serio”,
apostillaron, quién deseaban que ganara el partido: el 81% de los votos fueron
para el Gremio.