Ha salido a la “nube”
virtual el número 11 de la revista digital Pasos a la Izquierda. El lector
puede elegir en ella mucha sustancia en la que hincar el diente. Voy a
limitarme a señalar en concreto un trabajo que conozco bien: yo he sido quien lo ha
traducido. Se trata de Tres escenarios
para el futuro del trabajo, de Dominique Méda (ver en http://pasosalaizquierda.com/?p=3497).
No es una lectura fácil, pero sí es indispensable. En particular porque, al
hablar de las alternativas posibles para la evolución del trabajo en el actual
escalón tecnológico y en el ordenamiento geopolítico existente, Méda no nos
está advirtiendo solo acerca del futuro del trabajo en abstracto, sino de
nuestro futuro concreto en tanto que raza humana, humanidad, planeta
habitable.
La mutación en curso del concepto del
trabajo, tal como este había sido entendido en la época del maquinismo y la
automatización de los procesos productivos, es un elemento central del futuro
que nos espera.
Entendámonos. Se
suele hablar de la “centralidad” del trabajo, como referencia a unas políticas dirigidas
a promover y extender el empleo asalariado (se añade comúnmente el adjetivo “decente”
o “digno”, en alusión a su retribución equitativa y a las condiciones
razonables de duración, ritmos, seguridad, higiene, etc.) a la mayor porción posible del censo
de personas en edad laboral; tendencialmente, al pleno empleo.
Es mucho, pero no
es suficiente.
¿Qué más importa
tener en cuenta? Fundamentalmente, el para
qué se trabaja. Esta es una cuestión que no ha sido abordada en medida suficiente
por los defensores del empleo para todos. Sobre todo, dado que las tesis
neoliberales han impuesto en la práctica el credo de que el fin último de una
empresa productiva es proporcionar un beneficio lo más alto posible a los
accionistas. Y este extremo tiende a ser silenciado, así por los tirios como por los troyanos.
Sobre todo, dado
que la carrera de las distintas potencias y superpotencias por el esquilmo de
las materias primas, y los abusos continuados con el aire, el agua y la atmósfera que nos envuelve, están poniendo en peligro la supervivencia misma, no
tanto del planeta azul, como de quienes lo habitamos: humanos, animales y
plantas.
Sobre todo, dado
que el crecimiento económico se concibe en términos meramente cuantitativos,
medidos por instrumentos sesgados, como el PIB, que resaltan unas
características económicas y omiten otras, no inocentemente sino por una toma
de posición ideológica.
Es la cualidad y no la cantidad del crecimiento lo que es necesario promover desde las
políticas económicas; es la sostenibilidad
del modelo propugnado lo que define la posibilidad misma de un futuro para las
generaciones venideras.
El
trabajo en el actual escalón tecnológico adquiere asimismo una nueva dimensión.
No es ya trabajo-masa, abstracto, anónimo, heterodirigido, sino, en buena
medida, trabajo inteligente, con una gran dosis de autonomía en su realización.
Y no debe estar al servicio del designio de enriquecimiento de los detentadores
de los medios productivos, sino sobre todo al de un esfuerzo colectivo libre y consciente
por poner la técnica al servicio de las personas, y no a la inversa.
Las capacidades de
uso de la tecnología permiten hoy la fijación democrática, en el planteamiento
de las actividades productivas y comerciales, de objetivos que trasciendan el
beneficio individual y resulten provechosos para el común; que tengan una utilidad
social y desechen en este sentido tanto lo dañino como lo superfluo. Y ya en
último término, actividades dirigidas a preservar y transmitir el patrimonio
común existente a las generaciones futuras, tal y como nos ha sido entregado a
nosotros por las generaciones pasadas.
También es posible hoy
multiplicar e imprimir una eficacia infinitamente mayor a las actividades relacionadas con la
sanidad, la educación permanente, la alimentación sana, la calidad de vida, en
particular de las personas más vulnerables y desprotegidas. Y considerar todo
el campo de los cuidados asistenciales como una actividad económica que debe
ser adecuadamente provista y remunerada, en lugar de dejarse al ejercicio privado
de la caridad o al cargo de las mujeres de la familia según un sambenito de
adjudicación irreversible, tal y como tradicionalmente ha sido entendido.
De este modo todo el
volumen de trabajo humano tendría un sentido trascendente a él mismo, y una
utilidad y durabilidad mensurables socialmente; lo cual comportaría cambios profundos
y permanentes en la vida económica, social e incluso individual.
Frente a Trump y
frente a Putin, enfrascados en la carrera por una hegemonía expoliadora globalizada
suicida e idiota; y frente a Rajoy, que sin ver en ninguna parte más beneficio
que el de su propio bolsillo, sigue empeñado en prolongar la miseria de la
rutina administrativa, de la corrupción como única vía hacia la prosperidad, de
la normalización de la precariedad en el empleo, del crecimiento basado en un
modelo energético anticuado dependiente del carbón, de la subordinación aceptada
en la cadena del valor y en la jerarquía económica internacional.
Frente a estas
perspectivas desoladoras, el futuro alternativo posible significa, por ejemplo, la creación
de infraestructuras para la implantación y el desarrollo de energías limpias, y
un crecimiento sostenible y cualitativamente diverso, desde un control social
normado, democrático y razonable. Una fuerza de trabajo que piensa con su propia cabeza, y no la de la dirección de la empresa. Una democracia más amplia y comprensiva, que ha de aprobar la gran asignatura que le falta, y cruzar decididamente las puertas de los centros de trabajo.
Hoy se trata de apostar en serio por un
futuro así, o dejarse ir adonde buenamente nos lleven los mandatarios de
turno.
Expresado con
palabras mejor dichas, y con datos fiables, razonamientos de expertos y
ejemplos apropiados, es lo que nos cuenta Dominique Méda.