viernes, 1 de enero de 2021

FIN DE AÑO SIN ALHARACAS


 

El final del año de la pandemia resultó bastante apañado. No tomé las uvas, no conecté con Puerta del Sol para escuchar las campanadas, no vi la minimascarilla de la Pedroche ni la charleta de Obregón e Igartiburu. Tampoco presencié la proyección luminosa de la bandera española sobre los edificios de la plaza, terrible horterada dispuesta por las ansias de fanfarria y regocijo de esa señora de la que usted me habla y de su cómplice Almedilla.

En fin, gracias a mi robusta austeridad berlingueriana conseguí una performance estimable en mi empeño por liberarme del año aciago por la puerta de atrás y prescindiendo de toda clase de alharacas. A las doce hora griega, única concesión a las tradiciones, subimos toda la familia (gatos excluidos) al terrado. Desde allí se ve muy bien la Acrópolis iluminada, y sobre ella empezaron a estallar numerosas luces de colores vivos y formas esféricas, o en palmera, o en cascada. Algo parecido empezó a ocurrir sobre el espacio donde se levanta la Fundación Niarchos ─con más profusión incluso─ y, en versión atenuada, en otros lugares del cielo ateniense, hacia el Pireo en particular.

Las luces, en agradable competencia con la luna llena, cubrían prácticamente todo el cielo sin nubes puesto a nuestra disposición, y el ruido de los petardos nos llegaba muy amortiguado, de modo que podíamos hacernos la ilusión de que se trataba de una música puntuada por timbales, una “Ritirata” a lo Boccherini tal vez, o bien una “Música de los Fuegos Artificiales” haendeliana dominada por el resonar profundo de las trompas.

En cualquier caso, di por bueno el espectáculo gratuito y no eché de menos para nada la ausencia de burbujas de cava y de racimos de uva, turrones variados y peladillas. La cena fue sobria, y preferí con mucho seguir en la tele un documental histórico enlatado sobre el castillo de Edimburgo, a la plaga bíblica de redundancia publicitaria, buenhumoracho impostado, gestualidad exagerada, lagrimita en su momento y, en una palabra, la fanfarria fatigosa con la que los españolés se afanan en puntuar el rito del paso de un año a otro.

Los gatos soñolientos, ovillados en sus butacas favoritas, observaron con desapego educado nuestras idas y venidas de la casa al terrado y del terrado a la casa. “¿Nos estamos perdiendo algo?”, era la pregunta implícita.

En la noche del año nuevo se produjo la definitiva explosión silenciosa del lirio rojo. Arriba, el aspecto que presenta a día de hoy.